Todo natural, menos la muerte
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Siempre andamos obsesionados con la inmortalidad, o por lo menos con la longevidad, y sin embargo ella, la silenciosa y anónima Sakhan Dosova, nos pasó desapercibida. 

Hablo de la mujer más vieja del mundo (que en paz descanse, porque murió el martes). Su vida fue extraña y poética: no figuraba en los libros Guinness de los récords, ni aparecía en los noticieros, ni la mencionaba Wikipedia, ni las revistas dominicales de los grandes periódicos enviaban fotógrafos freelance a su casa. Sakhan Dosova era una vieja cualquiera de un pueblo perdido en Asia. Ningún vecino le preguntaba la edad, y ella no alardeaba de centenaria. Había nacido y vivido en el mismo pueblo desde el 27 de marzo de 1879. Si de bebé hubiera emigrado con sus padres a Argentina (como muchos compatriotas suyos) habría llegado durante el gobierno de Sarmiento. ¡Qué cantidad de años tenía esa mujer! Cuando nació Borges, por ejemplo, Sakhan tenía veinte recién cumplidos. Nació el mismo año que Edison inventó la electricidad. Diez antes que Hitler. Hasta el lunes pasado, con 130 años, era el ser humano más viejo de este mundo.

Su vida fue anónima hasta hace poco. Y esta es la parte de la historia que me gusta. Tiempo atrás, tres o cuatro años, los muchachos del censo se aparecieron por un pueblito minúsculo llamado Karagandá (al norte de Kazajistán) y empezaron a pedir documentación a los vecinos. Cuando llegaron a la casa de Sakhan Dosova no dieron crédito a la cifra en el DNI de la vieja. Se fueron a la capital para contrastar datos y descubrieron que la mujer había sido censada (por primera y única vez) en 1926. Ya entonces tenía 47 años. Esto, entre muchas otras cuestiones, revelaba un hecho inusual: Sakhan Dosova era 16 años más vieja que la persona más longeva conocida. 

Como es obvio, lo supo la prensa. A los mortales simples (los de dos cifras al final de la vida) nos encantan estas historias de existencias largas, de gente que vivió en tres siglos diferentes; nos excita ver las fotos, nos apasionan esas preguntas de los periodistas, del tipo «¿cuál es el secreto, abuela?». Sakhan Dosova tuvo mucha pequeña fama en los últimos años. Mucha entrevista radial, muchos flashes. No era, digamos, muy pródiga en palabras: «No tengo ningún secreto especial —le dijo a un micrófono hace dos años —. Nunca tomé pastillas y, si estuve enferma, usé los remedios de mi abuela. Nunca comí caramelos, no me gustan. Me gusta la ricota y el choclo». La gente la empezó a conocer, y también sintió curiosidad por ella el gobierno de Kazajistán. Por supuesto, los funcionarios querían aparecer en la foto junto a la vieja. ¿Para qué se meten los políticos en estos berenjenales?

Nadie sabe. El asunto es que el Primer Ministro Karim Masimov, en nombre del pueblo todo, le regaló a la anciana una casa nueva. Y allí fue a parar hace poco Sakhan Dosova: a una casa nueva y desconocida. Ella había vivido 130 años con los mismos muebles, en el mismo baño… El martes pasado se fue a duchar, resbaló en la bañera y se mató. Adiós, Sakhan. Todo fue natural y anónimo en tu vida. 

Todo, menos la muerte.

Hernán Casciari