Como hoy es mi aniversario (cumplo treinta y tres, como Jesús) he pedido una entrada de jamón serrano con pan y tomate, un primero de macarrones con queso gratinado, un segundo de carne asada y huevos estrellados, y para el postre danoninos para todo el mundo.
También pedí que las enfermeras nos traigan los platos diciéndonos de «usted» y con el segundo botón de la camisa desabrochado, para que, al agacharse al dejarnos la comida, tuviéramos distracción mundana, que nos hace mucha falta.
En lugar del pan de siempre, he pedido unos panecillos saborizados de diferentes gustos: cebolla, queso, oliva y otro queso distinto al primer queso. Y en lugar de agua fresca, que esta vez nos pongan cervezas sin alcohol, pero sin decirnos que son sin alcohol.
En la lista de pedidos, he dicho también que quitasen los manteles grises raídos (usamos los mismos desde que llegué) y que en cambio coloquen en las mesas individuales de papel coloridos, de ser posibles con viñetas o dibujos, para que estemos entretenidos durante la sobremesa.
Y que nos dejen estar más rato que una hora, porque siempre nos envían a hacer la siesta muy pronto. He pedido que nos dejen hasta las cuatro, haciendo un café y viendo la televisión de la pared, o jugando a juegos de mesa (he pedido naipes, dominós, damas chinas y juegos reunidos).
Todos estos pedidos los he hecho la semana pasada, porque hay que hacerlos con tiempo para que se mentalicen de las compras extras que hay que hacer, etcétera. Y ya hace dos días me han respondido que sí a los macarrones y a los danoninos, y me han dicho que no a todo lo demás.
Es una estrategia que tengo: si solo hubiera pedido macarrones y danoninos, me habrían dicho que no a los danoninos.
Ellos tienen que decir que no a algo, siempre, para demostrar que son los cuerdos.