Explicaba el turista, con los ojos muy abiertos, de qué forma cotidiana la radio del taxi avisaba sobre las calles cortadas. Esta avenida está intransitable por la protesta de los agropecuarios; esta calle atascada por la queja de los colectiveros; aquella otra obstruida por la manifestación de los vendedores ambulantes; etcétera. El turista comentaba que el taxista tuvo que hacer más de cuatro desvíos para dejarlo en su hotel. Los días siguientes de su estancia, para sorpresa del turista, las manifestaciones y protestas continuaron —ahora eran los martilleros, después los vendedores de fruta, más tarde los veterinarios— como si cada sector del país hubiera pedido un turno para dolerse y salir a la calle a cortar el tránsito. De hecho, contaba el turista, existía en la ciudad un cronograma de cortes, un fixture detallado en donde cada agrupación quejosa se ponía de acuerdo para no salir a gritar al mismo tiempo ni en el mismo sitio.
Muchas veces encerrado en la habitación del hotel, por culpa de las manifestaciones, el turista se quedaba mirando la televisión, y allí, en los informativos del mediodía y de la tarde, aparecían en directo los gestores de las protestas con sus pancartas y sus discursos acalorados. El turista era incapaz de individualizar los requerimientos de cada grupo. Todos decían más o menos lo mismo, todos llevaban un bombo y unas telas escritas a mano. «Llegaremos hasta las últimas consecuencias» era, en todos los casos, la frase final de los manifestantes líderes, los que llevaban la voz cantante en los micrófonos; en algunos casos pedían mayores salarios, en otros suplicaban que se les reintegrara algo que les habían quitado, y algunos deseaban ser devueltos a cierto rango perdido. El turista no entendía qué cosas podían ser «las últimas consecuencias», dado que cortar las calles tenía toda la pinta de ser un recurso extremo, el último de una larga lista, el manotazo de ahogado después de exprimir los canales lógicos de las denuncias.
Con el tiempo (no le hizo falta más de una semana en la ciudad) el turista comprendió que obstaculizar avenidas no era el último, sino el primer paso de una denuncia en Buenos Aires. No había pasos intermedios ni desgastes anteriores: se había institucionalizado el recurso hasta quitarle el sentido y dotarlo de surrealismo. No solo los manifestantes parecían eternizados en sus gritos, sino también los ciudadanos que padecían los cortes, y las televisiones que transmitían el caos, y los policías que redactaban cronogramas diarios sobre el sitio exacto, y la hora, de cada manifestación.
Lo sorprendente, explicaba el turista, era la capacidad que parecía tener todo el mundo para encontrarle un orden al desconcierto. Las manifestaciones, lejos de florecer por generación espontánea, se planificaban y no se superponían. Ninguna de ellas conseguía sus frutos, pero se multiplicaban. Bocinas y banderas. Gritos y cantos. Cacerolas, papelitos. La ciudad parecía adormilarse con el arrullo de la queja.