Última sesión: 17 de septiembre de 1999
6m

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Charlas con mi hemisferio derecho

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Esta es la última sesión literapéutica en la que utilicé dos bolígrafos (uno negro, otro azul) para desbloquear una enorme sequía de escritura. En versalitas mi hemisferio derecho, y en redonda el izquierdo.

—¿En qué se quedó pensando mientras releía la sesión de la semana pasada?

—En que yo no podría haber dicho, siete semanas atrás, lo que dije el sábado pasado, al final de la sesión. ¿Sabe?

—Claro. Usted me decía que no quería hablar de cuestiones personales.

—Es que ahora puedo ahondar un poco más porque estoy saliendo de la crisis… Me quedé pensando en lo rápido que se puede objetivizar cuando se comienza a salir.

—¿Cree que es esa la mejor ecuación que confirma la mejoría?

—Correcto. Y hasta uno es capaz de hacerse el compadrito con el cuerpo embalsamado del león que ayer, vivo y feroz, nos hacía cagar en las patas.

—¿Qué supone que puede pasar el día que usted deje de hablar con metáforas?

—Entre muchas otras cosas, dos son seguras: dejaré de ser un escritor para convertirme en un abogado. Esa es una.

—¿Y la otra?

—Usted perdería automáticamente su empleo, esa es la segunda.

—Más allá de la amenaza, ¿usted cree que un abogado no necesita la voz de su conciencia?

—…

—De qué se ríe.

—De usted. Usted no es la voz de mi conciencia, nadie hace literapéutica con la voz de su conciencia, entre otras cosas porque sería trampa. Un gran fraude psicológico.

—Un Sigmund Fraude.

—¿Ve? Las voces de las conciencias no son graciosas ni juegan con las palabras como usted. Usted es una especie de detective privado, y está aquí para encontrar las pruebas de algo que yo solo no puedo encontrar.

—¿Por eso estoy acá?

—Por eso y porque no puedo pagarle el sueldo a un psicólogo con el que se pueda hablar también de literatura.

—¿Y qué supone usted que yo debo encontrar para ayudarlo?

—La naturaleza de mi angustia, los métodos inconcientes que uso para emerger de las crisis, la raíz de mi optimismo, el epicentro de mi energía creadora. Creo que todos los pozos en los que me he caído tienen una lógica geográfica. Si mi vida fuera un mapa, digamos que esos pozos deberían estar ubicados en sitios estratégicos, deberían separarlos épocas concretas, situaciones o distancias que en algún lugar guardan una simetría secreta.

—¿Y usted piensa que si yo supiera cuál es ese patrón, podría usted luego esquivar los pozos?

—¡No! ¿Parezco tan estúpido para pensar así?

—No. Por eso me sorprende oírlo.

—Quiero saberlo por el placer que me provocan las estructuras, y porque creo en las verdades que ocultan las etapas de crisis, mucho más que en las verdades que muestran las etapas de sosiego.

—Por pura paleontología de la crisis…

—Digamos que sí. Más allá de todo lo contraproducente que parecen mis estados de angustia mientras los padezco, sé que, si algo crecí como hombre, fue gracias y no a pesar de ellos. Cuando me exilio en estos galpones de encierro, no me sumerjo en la angustia sin llevar conmigo una polaroid. Estos viajes hacia adentro son perfectos para sacar fotografías del alma, más que nada porque en esos momentos el alma está tan débil que no se tapa la cara, y entonces se deja fotografiar.

—¿De lo contrario, no?

—No. El alma sana nunca se siente lo bastante fotogénica. Y es muy vanidosa, en esencia. Hay que buscarla en los pozos y con la guardia baja, no en las cimas. Y no hay que tener la mediocridad de bajar sin la polaroid.

—¿Y usted supone que el hombre mediocre no baja a sus pozos de angustia con una cámara de fotos?

—Todos bajamos con una polaroid. Pero creo que el hombre mediocre se sumerje en su angustia de un modo mecánico, y que una vez allí no toma fotos esenciales, toma fotos turísticas: le saca fotos a la Torre Eiffel mientras, a sus espaldas, está ocurriendo el Mayo del sesenta y ocho… No mete fragmentos en bolsas plásticas para después llevar al laboratorio de análisis. Muchas personas piensan que la única importancia que tiene el dolor está mientras el dolor ocurre, y que gritar pidiendo auxilio, o clamando justicia, es lo mejor y lo único que se puede hacer. Si no me cree ponga un noticiero.

—¿Y usted qué se trajo a la superficie de esta crisis de la que está emergiendo?

—Un profundo alivio, porque aunque nos hagamos los expertos nunca sabemos cuándo vamos a volver. Y con el alivio y el oxígeno viene enganchada una energía nueva, casi casi reparadora.

—Me refería a qué recolectó en las bolsas plásticas, qué fotografías reveló, que ha traído para analizar.

—Ah, eso no voy a saberlo hasta que no escriba un nuevo cuento, una historia flamante. Lo que no le dije es que esas muestras de dolor son la nueva materia prima que utilizan las pequeñas empresas productoras de nuevas pieles. Lo único que importa es que el dolor no llegue a la última piel del alma.

—Sigo sin saber qué papel he jugado yo en todo esto.

—Me devolvió las preguntas. Yo no habría podido escribir todas estos folios de papel si usted, hace siete sábados, no me hubiera preguntado «a ver, ¿qué le pasa?»

—¿Y qué le pasa?

—Que otra vez cambié de piel; y sigo vivo.

—¿Y se alegra por eso?

—Correcto.

Hernán Casciari