Un apunte sobre el relato oral
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Prólogo de «Una playlist de 125 cuentos»
Una playlist de 125 cuentos

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Hasta finales de 2015 escribí muchos cuentos en mi blog Orsai y un montón de gente los leyó en silencio desde sus computadoras. Los relatos se convirtieron después en libros.

Esos libros —que son doce hasta la llegada de este— también fueron publicados para ser leídos en silencio.

Más tarde, casi por casualidad, empecé a leer en voz alta esos cuentos en algunos medios de comunicación. Y descubrí, al hacerlo, que muchas palabras que usaba debían cambiar para que funcionaran mejor en formato oral, y otras palabras directamente tenían que desaparecer.

La palabra «aún», por ejemplo, que uso mucho en las versiones literarias de mis cuentos, cuando leo en voz alta se convierte en «todavía». La palabra «quizás», casi sin querer, muta a «capaz que». Y no solo eso. Algunos personajes son dados de baja para que la breve trama gane fuerza. Y al ser textos más compactos, también trato de ser contundente desde el primer párrafo: todo debe saberse desde el principio sin posibilidad de equívocos.

Hay algo en la voz humana, además, que conecta mejor que la palabra escrita. No sé si tiene que ver con que desde chicos nos contaban cuentos. Pero hay algo. Sobre todo con los cerebros menos ejercitados en el placer de la lectura. Un autor que lee sus textos en voz alta genera matices nuevos que el receptor, a veces, no logra reproducir sin ayuda. Hay un componente vital en el relato a viva voz: debe ocultarse todo el tiempo la entonación literaria, la posición monocorde de la voz, la sensación de que se está leyendo un texto. En lo personal, me gusta dar con un tono que parezca de sobremesa nocturna o de confesión entre amigos. De esa manera es más fácil conseguir atención.

Desde que leo en voz alta mi audiencia creció mucho. Recibo todo el tiempo mensajes de personas que confiesan que jamás habían podido terminar un libro y que de repente logran hacerlo. Otros me dicen que, al oír las historias en lugar de leerlas, amenizan sus tiempos muertos: viajar, cuidar bebés, hacer gimnasia, limpiar la casa o realizar tareas automáticas.

Las versiones que componen este libro recogen historias que leí en voz alta en la televisión y que, durante dos años de emisiones diarias, me permitieron comprobar que muchas más personas acceden con placer a las historias si las narro con ciertos matices de familiaridad.

Por eso este libro, que recopila ciento veinticinco historias resumidas, se complementa con una playlist automática que ustedes pueden oír mientras leen, o incluso solo escuchar. Y que también pueden compartir con alguien más en el mismo espacio.

Las versiones originales son bastante más extensas y aparecen en varios libros de esta misma colección. Son historias con mayor detalle literario (más descripciones y fluir de la conciencia), porque están destinadas a la lectura introspectiva. Esto significa que a principios de este siglo, al narrar, yo imaginaba a un lector silencioso, con un coñac en una mano y con mi libro en la otra. No había niños ni distracciones en esa imagen ideal, ni tampoco otros estímulos que compitieran con mi historia.

Un cuento de longitud promedio puede leerse en un cuarto de hora, y los míos (los originales) tienen esa extensión. Estas versiones que ustedes tienen ahora en sus manos, en cambio, nunca superan los cinco minutos. Le extirpé a cada historia dos tercios de su tamaño. Y entendí que, de ese modo, las tramas ganan en efectividad y convocan a un número mayor de lectores. ¿O de oyentes?

Da igual. Lo que quiero decir es que fui un escritor tradicional hasta finales de 2015. Me gustaba pensar en un lector con gran capacidad de concentración y con todo el tiempo del mundo para prestarme atención a mí. Pero eso ocurre cada vez menos.

Es por eso que adapto mis historias largas, para que las entienda un mundo que ya no se puede concentrar. Me gusta achicar las tramas para poder explicarlas por la radio o por la televisión; o para que suenen, prehistóricas, en un teatro; o para que quepan en una cápsula de TikTok; o para que mis hijas, que son nativas digitales, puedan decir que llevan en el bolsillo una playlist con cuentos de su papá.

Hernán Casciari