Un lector se murió de muerte natural
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Pausa

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Una playlist de 125 cuentos

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En 2003 yo escribía mi primera novela por Internet, de forma anónima, disfrazado de una ama de casa mercedina que se llamaba Mirta. Nadie sabía que el que escribía era yo. Para hacerlo más ambiguo todavía, le abrí a Mirta un correo electrónico.

Los lectores leían a esta mujer y creían que esta vieja era real. Uno de estos lectores se hacía llamar Basdala (nadie ponía su nombre verdadero en esa época en Internet, todos eran Antraxito, El Angel Gris, Velusita, Ginger, Basdala). 

Este lector, Basdala, dejaba siempre comentarios correctos y bien redactados, y quería mucho a esta vieja Mirta. Un día Basdala dejó de leer mi blog, nadie se dio cuenta. Pasó un mes más, y en enero de 2004 llegó un mail al correo de Mirta. Lo firmaba Montse, la hermana del lector Basdala y el correo decía esto:

«Señora Mirta, mi hermano Miguel Ángel, al que usted conoce como Basdala falleció el pasado dieciséis de diciembre de 2003 en Barcelona. Estaba muy enfermo del corazón. Había aguantado dos paros cardíacos, pero no pudo soportar el tercero. Murió a los dieciocho años recién cumplidos…» (yo cuando leí dieciocho años, no lo podía creer, se me hizo un nudo en la garganta, yo pensaba que Basdala era un lector grande, por la forma de escribir, no que era un chico).

 Dice la hermana:

«Murió a los dieciocho años recién cumplidos. Mi hermano sabía que iba a morir, y dejó varias cartas antes de irse. Una para mis padres, otra para mí, una para su médico, otra para su novia, y en la última de esas cartas mencionaba tu página web y dejó anotado tu correo electrónico. Una de esas cartas era para ti, Mirta. La he adjuntado a este mail, porque creí conveniente cumplir con la última voluntad de mi hermano».

Yo solamente entonces vi que había un documento adjunto al mail de Montse. Lo abrí temblando, pero no lo pude leer enseguida. Yo había empezado a llorar a la mitad del mail de Montse y las lágrimas no me dejaban hacer foco en la carta de Basdala. Yo entendí más de literatura en esos cinco minutos que en todos mis años en donde había intentado escribir novelas. Jamás se me hubiera ocurrido la trama de un chico catalán llamado Miguel Ángel que le había escrito una carta de despedida a una señora de Buenos Aires, sin saber que ese era un personaje falso escrito por un autor que vivía a siete cuadras del hospital donde él agonizaba. Porque yo vivía en Barcelona, igual que él.

Cuando me pude calmar un poco leí, por fin, la carta que Basdala le había dejado a Mirta. La leí con la sensación espantosa de estar espiando la correspondencia ajena. Decía esa carta:

«¡Saludos, mamá Mirta! (él siempre decía «Mamá Mirta»). Cuando leas esto, mi pluma ya se habrá parado. ¿Sabes quién soy, verdad? Soy Basdala. Hace unas semanas que llegué del hospital. ¡Dieciocho años y ya he sobrevivido a un paro de corazón! Bueno, al grano. Mucha suerte y valor para seguir adelante en tu vida, Mirta. Recuerda que estaré contigo esté donde esté… Aunque la verdad es que tengo miedo… Tengo tantas cosas que hacer. ¡Tengo tan poco tiempo! Quizás me queden tres meses. Hasta siempre, mamá Mirta. Cuídate y sé feliz. De alguien que te quiere y siempre te ha querido. Firmado, Basdala».

Yo esa noche lloré como si hubiera muerto alguien de mi familia. El siguiente capítulo de mi novela no fue una historia más sobre la familia de mentira, sino una triste despedida de Mirta a uno de sus lectores más fieles. Me costó una bocha escribir ese capítulo utilizando la voz femenina de siempre. 

Por un lado, yo tenía que seguir siendo la narradora y actuar como tal, pero, por otra parte, me transformaba en un personaje falso para hablar de una muerte verdadera. En un punto me pareció inmoral.

Pero lo hice. Escribí ese capítulo y le expliqué al resto de los lectores que había muerto uno de ellos.

Lo que pasó en el blog, al día siguiente, fue tan extraño. Los comentarios se convirtieron en un velorio triste, virtual, en el que nadie escribió en mayúsculas ni con signos de admiración. Las charlas de los lectores, durante los siguientes capítulos, fueron grises, fueron charlas filosóficas, y estuvieron todo el tiempo teñidas por la certeza de la muerte. 

De a poco empezó a darse un cambio monumental en la dinámica del grupo: aquellos cientos de comentaristas, que hasta momento eran nada más que seudónimos (Antraxito, El Ángel Gris, Velusita, Ginger), empezaron a decir públicamente sus nombres reales y a contar quiénes eran. Nadie quería ser un Basdala anónimo, todos querían tener un nombre real, por si la muerte llegaba a destiempo.

Primero empezó Antraxito, dijo: me llamo Carlos, vivo en Santo Domingo, tengo una hija, me gusta el jazz; y otra dijo, mi nombre es Luisa, tengo sesenta y dos años, tres nietos, vivo en Sevilla; soy Ernestina, de Rosario, tengo veinte años, estudio derecho; me llamo Julio, soy un uruguayo viviendo en Dublín, a veces me siento solo.

Yo también tuve miedo, yo también lo hice. En febrero del 2004 abrí otro blog, sin cerrar este, le puse de nombre Orsai, y por primera vez en la vida escribí en Internet mi nombre y mi apellido verdaderos.

Hernán Casciari