Esta bruja daba diez turnos nada más, cada vez que venía. Y venía una vez por mes. Y te metía, esta señora, en una especie de sueño de hongos –te daba un tecito– y te acompañaba al lugar del pasado que querías cambiar. Te acompañaba, como una especie de Virgilio del Dante, y en realidad no cambiabas el pasado, pero tu cabeza sentía que sí, y eso te daba alivio.
Pongo un ejemplo: de hecho, el primero que fue, fue el doctor Casaretto. El doctor Casaretto un tipo muy conocido de Mercedes que había perdido un hijo ahogado en el río Luján cuando el hijo tenía catorce y nunca superó que ese sábado trágico donde había muerto su hijo ahogado, a la mañana, él lo había tratado mal al hijo y nunca más lo vio después. En el turno, la bruja le dio a tomar estos hongos, Casaretto se durmió y soñó, muy nítido, con ese día. Y esta vez, en el sueño, Casaretto le hizo un desayuno al hijo, le preguntó cómo iba con la guitarra y antes de que el hijo se vaya al río Luján, que iba a hacer kayak, le pegó un abrazo. En el sueño. Cuando Casaretto se despertó del sueño su hijo seguía muerto, obviamente, pero el viejo ya no tenía ese peso espantoso de culpa. Algo en el cerebro le decía que él había conseguido saludarlo.
Esas cosas hacía la bruja: daba alivio. Pero casi nadie en Mercedes podía ir a verla, porque el turno era muy caro. Eran casi dos sueldos de mi viejo el turno, me acuerdo. Solamente iban los jueces, los dentistas, los oftalmólogos, los que vendían droga…. La gente de plata del pueblo.
Pero me acuerdo que todos nos empezamos a preguntar cosas en el recreo de la escuela del secundario. Qué hubiera pasado si en vez de dar este paso en la vida, hubiéramos dado aquel otro. Pero sobre todo, qué nos pasaría ahora si el cerebro, de repente, creyera que hicimos algo distinto en el pasado. Nos aliviaría seguramente. Yo pensé en mí. Cuando pasó esto de la bruja yo tenía 15, 16 años y creía que los demás me veían como un cobarde porque a los 13 yo no defendí a un amigo en una pelea. Y yo creía que los demás me iban a ver siempre como un cobarde. En realidad yo mismo me recordaba débil y por eso no actuaba en las peleas después de ese día. Entonces, si un día yo iba a la bruja y, en el sueño de hongos, yo defendía a mi amigo, ¿empezaría a ser valiente en mi ahora real? Imposible saberlo, porque la bruja era carísima. Pero mi tía Isa, que también pensaba en algo de su pasado, sí pudo ir. Entonces tengo data de primera mano.
La hermana de mi viejo se llamaba Isabel, pero le decíamos la tía Isa. Vivía sola, en una de las casas de mis abuelos, y nunca se había casado con nadie ni tenía amigos. Yo creo que la llegada de la bruja la obsesionó.
De repente empezó a pedirle plata prestada a toda la familia, decía que necesitaba ir. Mi abuelo, carpintero, no tenía un peso, mi viejo ni en pedo le daba plata a su hermana.
Era rarísimo ver a la tía Isa pidiendo algo. Desde que yo tenía memoria, ella no salía de su casa ni hablaba en voz alta con nadie. Yo sabía que de joven la habían violado. Nunca supe por qué lo sabía, porque nadie en la familia me lo había dicho a mí directamente, pero cuando sos chico a veces los parientes hablan cuando vos no sabés que están, o estás abajo de la mesa. Pero era algo que yo ya tenía en la cabeza desde que tengo memoria, no sabía incluso qué significaba que a mi tía Isa la habían violado y un día lo supe a los 11, 12 y entró en mi cabeza, era algo que yo sabía de ella. Nunca supe los detalles, pero sí las consecuencias de eso: la tía Isa era asustadiza con los hombres, nunca se había casado y no tenía ánimo para nada, era como si se levantara a la mañana por obligación.
Como nadie en la familia le prestó plata, la tía Isa vendió un carrillón de oro amarillo que le había dejado la que sería mi bisabuela en herencia. Un anillo ovalado que venía de Italia, que era lo más caro que hubo nunca ninguna de las tres casa de mis abuelos. Según mi abuelo, le dieron un diez por ciento de su valor real, pero eso le alcanzaba a la tía Isa para tres turnos con la bruja.
No sabemos qué pasó cuando fue a ver a la bruja por primera vez, pero al día siguiente de verla, la tía Isa apareció con el pelo suelto por primera vez, larguísimo, siempre lo tenía en un rodete. Y había salido a baldear la vereda muy temprano, y esto me lo acuerdo yo, no me lo contaron, lo vi. La vi baldeando la vereda –yo iba para la escuela– tarareando una canción de Azúcar Moreno. Yo no podía entender a mi tía Isa, por como era, cantando Devórame otra vez de Azúcar Moreno.
Al mes siguiente la bruja volvió y la tía Isa pidió otro turno. Se fue y no volvió a casa durante dos días. Y dos días después volvió en un auto, en un Valiant 4 amarillo, manejando ella. Bajó del auto y de copiloto venía un muchacho con toda la pinta de albañil, morochito, veinte años menor que la tía Isa. Y los dos se metieron a la casa de ella y no salieron de ahí en todo el fin de semana.
A la noche se escuchaban aullidos de sexo, de musica, de cosas raras. Mi papá y mi abuelo no podían entender lo que estaba pasando. Nunca habían tenido, mi viejo y mi abuelo, confianza con la tía Isa como para golpearle la puerta y decirle «Poné más bajo», porque nunca había hecho eso. No sabían qué hacer.
Yo estaba en mitad de mi adolescencia y salía ya bastante de noche y una vez me la encontré en el boliche bailable de la ruta, el único que había en esa época, Jukalá, del otro lado del mostrador estaba la tía Isa. Nunca supe si había conseguido trabajo ahí o si estaba teniendo alguna relación con el barman, pero sí me acuerdo que las veces que la vi me regalaba cervezas y pude hablar un poco más con ella. Yo nunca había hablado con esa mujer. Medio a los gritos, por la música, me contó que tenía que ir a la bruja por tercera vez, porque en los sueños de hongos, además de arreglar las cosas del pasado, también es posible recordar. Y ella necesitaba recordar. Me acuerdo que me dijo eso y no mucho más.
Y un mes más tarde de esa conversación que tuve con ella volvió la bruja a Mercedes y la tía Isa fue a verla. Volvió muy tarde esa vez a su casa, dejó el auto mal estacionado y durmió todo el sábado. No se escuchó nada.
Mi casa, la de mi abuelo y la de la tía Isa eran contiguas, y cuando se despertó la escuchamos porque estábamos todos viendo a San Lorenzo. Todos somos de San Lorenzo, incluso ella. Y por eso pensamos que venía a sentarse con nosotros en el patio común, a ver el partido.
Pero la tía Isa no venía a ver la tele, venía a hacer justicia. Agarró de camino el yunque que usaba mi abuelo para la carpintería y, aunque le costó levantarlo, lo fue trayendo. Yo la vi de reojo, mi viejo y mi abuelo no la veían, yo la veía de reojo pero no pensé nada malo, creí que lo iba a usar al yunque para apoyar la pava del mate, o algo así. Sentí eso. Pero no. Se acercó a su padre por la espalda y le reventó el yunque en la cabeza a mi abuelo. A su papá.
Fue desde atrás, mi abuelo no la vio venir. Me imagino que la muerte debe haber sido instantánea, como si se apagara la luz. Yo no sé cómo reaccionó mi papá, solamente me acuerdo del ruido del cráneo rompiéndose, del yunque cayendo al suelo y de la voz de la tía Isa, que repetía al oído del padre que se desangraba: «Te vi, te vi, cómo podías hacerme eso».
No dijo pudiste: dijo podías.