«Un agujero en la pared», de Etgar Keret
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Pausa

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100 covers de cuentos clásicos

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En la avenida principal, a pocas cuadras de la esta­ción, había un agujero en la pared. Una vez alguien le dijo a Dani que si uno se acercaba a la pared y pedía un deseo en el interior del agujero, a los gritos, el deseo se cumplía. 

Dani mucho no se lo creyó. Y sin embargo una noche, a sus trece años, cuando volvía del cine, gritó adentro del agujero: «Quiero que Gisela se enamore de mí», pero no pasó nada. 

Otra vez fue al agujero y pidió que sus padres le regalaran una bicicross de aluminio para su cumplea­ños número catorce, y tampoco pasó nada. Y otro día, un día que se sentía muy solo, gritó en el hueco de la pared que quería tener un amigo, un ángel de la guarda, y esta vez el deseo se cumplió. 

No fue inmediatamente, pero a los dos o tres días se le apareció un ángel. Aunque (la verdad) no era un «ángel de la guarda». Porque este ángel nunca estaba cuando Dani lo necesitaba. 

Era un ángel flaco y andaba todo el tiempo con un impermeable largo, para que no se le vieran las alas. Caminaba encorvado y la gente del barrio pen­saba que tenía joroba. A veces, cuando estaban solos, el ángel se sacaba el impermeable. Una vez dejó que Dani tocara las plumas de las alas. Fue una sola vez, porque el ángel no se sacaba el impermeable ni para ir al baño. Como si sus alas lo acomplejaran. 

Una vez, unos chicos del barrio le preguntaron: «¿Qué tenés adentro del impermeable, Ángel?», y el ángel les dijo que tenía una mochila con libros presta­dos que no quería que se mojaran si se largaba a llover. 

El ángel mentía todo el tiempo. A Dani le con­taba historias increíbles. Le hablaba de lugares en el cielo, de gatos que no le tienen miedo a nada, de barrios enteros habitados por personas incapaces de hacer daño. Y siempre juraba, por Dios, que lo que decía era cierto. 

Dani lo quería muchísimo al ángel y siempre tra­taba de creerle. Pero era difícil. Varias veces le pres­tó plata, y el ángel nunca se la devolvió. En los seis años que fueron amigos inseparables, Dani nunca lo vio trabajar. Y cuando más lo necesitó, por ejemplo cuando murió su abuela, el ángel desapareció y des­pués volvió con el pelo más largo, y un gesto en la cara que significaba «Te pido por favor que no pre­guntes dónde estuve». Y Daniel, por supuesto, nunca le preguntó. Más allá de eso, fueron grandes amigos.

Un sábado, justo después de que Dani terminara el secundario, estaban los dos sentados en la terraza, aburridos, sin hablar, mirando los cables encima de los techos, los tanques de agua despintados, los ni­dos de las palomas. Y de repente Dani pensó que, en todos esos años de amistad, nunca había visto volar al ángel. 

Entonces le dijo, de puro aburrido: «¿Y si volás un poco? No mucho, por acá nomás, para divertirnos». El ángel contestó: «Ni en pedo. ¿Y si me ven?». «¿Pero quién te va a ver? Si no hay nadie en el barrio a esta hora. Dale, un vuelito corto, para mí», dijo Dani. Pero el ángel hizo que no con la cabeza, y para com­pletar su respuesta, escupió un gargajo verde que cayó desde el quinto piso a la terraza de al lado. 

«Bue», dijo Dani, «seguro que ni podés volar». «Sí que puedo, pero no quiero que me vean», contestó el ángel. Y se quedaron los dos en silencio. 

Al rato Dani cambió de tema: «Cuando era chico, en carnaval, yo venía acá a la terraza a tirarle globos de agua a la gente desde arriba. Los embocaba justo entre esos toldos». Dani señaló un espacio chiquito entre el almacén y la zapatería. «Era buenísimo, por­que la gente, toda mojada, levantaba la cabeza y no sabía de dónde les había caído el agua». 

El ángel se acercó, intrigado, y miró la calle. En­tonces Dani lo empujó y el ángel trastabilló en la cor­nisa. Dani no quería hacerle daño. Solamente que­ría que el ángel volara un poco, que diera un par de vueltas en el aire, eso nomás, para divertirse los dos un rato. Pero el ángel perdió el equilibrio y cayó los cinco pisos como si fuera una bolsa de papas. 

Cuando escuchó el ruido contra el asfalto, Dani ahogó un grito. Después miró para abajo, con horror. El ángel estaba despatarrado entre la vereda y la calle. No movía un pelo. Solamente se le agitaban las alitas, con esos estremecimientos medio automáticos que vienen justo antes de la muerte. 

Entonces Dani se dio cuenta de todo. Entendió que, de todas las cosas que el ángel le había dicho desde el principio de su amistad, ninguna había sido cierta. Todo falso. Su amigo ni siquiera era un ángel, solamente era un tipo mentiroso que tenía dos alas.

Etgar Keret
Una adaptación de Hernán Casciari