Los perros solían ladrar a veces a la noche, eso era normal. Cada tanto pasaba algún gato, o había una rata entre la basura, etcétera. Pero esta vez los ladridos eran distintos. No eran ¡guau, guau! Eran más monótonos: guau, guau. Persistentes, pero desganados.
El hombre se levantó, salió al patio y les tiró con un cascote. El pedazo de ladrillo golpeó a uno de los perros, que aulló de dolor y se metió en la cucha. Los otros también dejaron de ladrar. Entonces el hombre volvió a la cama. Pero apenas cerró los ojos, los perros empezaron de nuevo: guau, guau.
No solo eso. Apareció otro ruido molesto. El postigo del altillo golpeaba contra el marco: clap, clap. Lo extraño era que eso solía pasar durante las tormentas, con el viento. Pero esta era una noche quieta, tan quieta que parecía vacía.
El hombre se tapó los oídos con las manos, se tapó la cabeza con la almohada, pero no hubo caso. Pasó más de una hora despierto, tratando de dormir mientras escuchaba el guau guau de los perros y el clap clap del postigo.
Cuando aclaró, se vistió y salió. Los árboles estaban quietos pero el postigo seguía golpeando. «Después de callar a los perros me ocupo», pensó el hombre, porque los perros seguían ladrando. La agitación se les marcaba bajo las costillas. Primero intentó tranquilizarlos con caricias pero al poco tiempo, malhumorado por la falta de sueño, los empezó a patear. Fue inútil. Los perros insistían, con una especie de tristeza, con la lengua rígida y seca. Agua, pensó el hombre. Les hace falta agua.
Cuando volvía con el balde cargado hasta el tope, cantó el gallo. Quiiiiquiriquiiiii. Era el grito estrangulado de todos los días, pero una vez que empezó, no paró de cantar, como si algo le impidiera detenerse. Cada canto le salía más desafinado que el anterior. Quiiiiiiiiiiiiii.
El hombre soltó una carcajada. Le pareció cómica la imagen del gallo obstinado, como si quisiera asegurarse de haber despertado a todos los animales y personas a la redonda. La carcajada se convirtió en una risa sostenida, que crecía con cada respiración. El hombre cayó al suelo y se retorció llorando de risa. El gallo no daba más pero seguía, el grito cada vez más agudo, quiiiiiiiii, los ojos vidriosos. Y también los perros. El hombre se arrastró y dio vuelta a la casa. Escuchó los golpes del postigo y su risa salió con la fuerza de un alarido. Pegó con los nudillos en la ventana de su habitación, llamando a su mujer.
Ella abrió la ventana de muy mal humor: «¿Qué pasa?», dijo la mujer. El hombre intentó explicarle, pero su propia risa se lo impedía. Cuando intentaba frenar, la risa lo tomaba por completo.
«¿Qué pasa?», repitió la mujer, que no encontraba motivos para una carcajada tan molesta. Ya había tenido suficiente con los perros que no la habían dejado dormir en toda la noche, y con ese maldito postigo que su marido nunca terminaba de arreglar. Lo único que le faltaba, que ahora el inútil viniera contento.
Pero al mirarlo con más atención, la mujer no lo notó contento, al contrario. Los músculos de la cara estaban apretados, y aunque la risa sonaba ruidosa, demasiado ruidosa para un hombre tan serio como él, no parecía feliz. «¿Qué pasa?», dijo la mujer preocupada.
Necesitaba saber. Si tan solo se callaran por un segundo esos perros y el postigo y el gallo y él se tranquilizara para poder hablar. La mujer miró sus ojos, que brillaban redondos y duros, y sintió que él la estaba llamando; con angustia le solicitaba algo. Ella hizo un gesto con su mano para pedir silencio porque no encontraba las palabras. ¿Por qué miércoles no manguereaba a esos perros, o le retorcía el cogote al gallo y se comportaba él mismo como un hombre de su edad?
La mujer se tiró el cabello hacia atrás y repitió, ya irritada: «¿Qué pasa?», e hizo un esfuerzo para tranquilizarse y escuchar lo que seguramente él le estaba por decir, la explicación lógica a todo eso. Pero entendió que él ya no podía detenerse. Tampoco ella. Y aunque quiso decir otra cosa, solo pudo decir: «¿Qué pasa?». Y después: «¿Qué pasa?».