La abuela se había dejado sugestionar por el amarillismo de las notas escritas sobre «el Desequilibrado de la Costa», un asesino suelto que ya había matado a ocho turistas diferentes.
Joaquín y Juana, los hijos gemelos de Bautista (once o doce años), le dijeron al padre que dejara a la vieja en la casa, porque iba a ser un bodrio irse de vacaciones con ella.
«¡Ustedes se callan!», dijo el padre.
«Y vos, mamá: ¡mañana a la mañana te subís al auto sin chistar!».
Bautista ya estaba harto de los reclamos de su familia. A la mañana siguiente, la abuela era la primera en estar sentada en el auto. Llevaba solamente una valija con un par de mudas de ropa y, en el piso, delante suyo, ubicó un bolso para mascotas en el que dormía dopada su gata Violeta.
«Mamá, ¿hace falta que traigas a la gata?», le preguntó Bautista, una vez que ya se habían acomodado todos dentro del auto.
La señora le explicó a su hijo que si llegaba a dejarla sola, la gata era capaz de frotarse con la llave del gas, abrirla por accidente y terminar explotando la casa.
Bautista no dijo nada más y arrancó. A los pocos minutos, ya estaban sobre la ruta, rumbo a la costa.
A mitad de camino, Joaquín y Juana se pusieron pesados. Estaban jugando a algo, y alguno de los dos había hecho trampa, y ahora estaban intercambiando insultos y trompadas en el asiento de atrás.
Bautista ya estaba al borde del colapso nervioso, así que la abuela salió al rescate y le dijo a los nenes que si se portaban bien, les iba a contar una historia.
La estrategia funcionó. Los chicos se quedaron callados mientras la abuela les contaba sobre una casa de vacaciones cerca de donde estaban pasando, que ella visitaba con su familia todos los veranos.
«¿Y qué pasó?», preguntaron los nietos.
La abuela dijo que un día sus padres decidieron dejar de ir luego de que ella se quedara encerrada y casi muriera asfixiada debajo de una puerta secreta del living mientras jugaba a las escondidas.
«¡Nunca vi una casa con una puerta secreta!», gritó Joaquín.
«¡¿Por favor, papá, podemos ir?!», gritó Juana.
«Dale, nene», dijo la vieja. «Si agarrás la salida de tierra en un par de kilómetros estamos, yo te dirijo cómo llegar».
A Bautista, al que le estaba por explotar una vena en la frente. Dobló y agarró el camino de tierra que se abría desde la ruta.
A los pocos metros, el auto empezó a sufrir por el camino de tierra. Violeta, la gata de la abuela, se despertó y empezó a maullar y a rasguñar dentro del bolso, mientras el auto se seguía sacudiendo de acá para allá.
La abuela decidió liberarla de su encierro, para calmarla, pero cuando abrió el bolso la gata salió disparada por el auto y terminó por hundir dientes y uñas en el cuello de Bautista.
En medio de un grito de dolor, Bautista dio un volantazo, golpeó una piedra del camino y el auto cayó de canto sobre la ruta vacía y sin pavimentar.
La abuela salió a duras penas de su asiento, arrastrándose por la tierra. Se sentó a la vera del camino y observó el auto volcado. Nadie más salió. La vieja empezó a llorar y rezar, cuando un auto destartalado llegó y frenó frente suyo. Un hombre con sonrisa carismática le preguntó si estaba bien. La abuela levantó la mirada, y cuando vio al desconocido se quedó muda. Era el Desequilibrado, del que tanto había leído.
«Veo que me reconoció, señora», dijo el Desequilibrado. «Qué lástima».
El Desequilibrado desenfundó su arma y le disparó tres tiros en el pecho a la abuela. Con el arma todavía humeante, miró al cielo y pensó: «Qué bien me está yendo en la temporada de verano».