Una madre extrovertida
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Pausa

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Una playlist de 125 cuentos

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En la infancia todos nos damos cuenta si nuestra madre es extrovertida. Cuando yo invitaba amiguitos a mi casa, Chichita, mi vieja, no se limitaba a traer los vasos de Nesquik y desaparecer.

Ella decía:

—Hernán, ¿ya les leíste a tus amiguitos la poesía de amor que escribiste el otro día y que escondiste en un cajón?

Así de hija de puta era mi vieja.

El problema principal es que Chichita creyó que yo era una especie de niño prodigio. Siempre tuvo ganas de tener un hijo despierto, y se lo fue creyendo a base de fantasías. Me revisaba los cajones a ver si ya había escrito una poesía nueva. Y yo escondía las poesías porque odiaba que ella las viera.

Sufrió mucho mi vieja cuando, en primer grado, no entré a un buen colegio por falta de cupo. Y al año siguiente hizo lo imposible para hacerme entrar. Hubo un examen en febrero, entre muchos chicos del pueblo, y solamente entraban al buen colegio los diez mejores promedios. Yo entré de pedo, en el puesto número nueve, pero ella no decía jamás que había quedado noveno. Ella decía:

—Hernán hizo el examen y fue el segundo mejor varón de toda la escuela.

El segundo mejor varón, decía. Por suerte mi papá equilibraba esos excesos con humor y decía:

—Y no solamente fue el segundo mejor varón, también fue el primer mejor gordo —decía mi papá, y era fantástico.

Cuando dejé de ser un infante mediocre y me convertí en un adolescente drogadicto, Chichita tuvo que cambiar su estructura de pensamiento. En su cabeza yo dejé de ser un niño prodigio y me convertí en un genio incomprendido.

Chichita se aferraba a mis poquísimos triunfos para no caerse de culo en mis miserias.

Más tarde crecí y me fui del pueblo, pero las fantasías de mi mamá me seguían llegando por terceras personas, aunque la lejanía ayudó mucho a amortiguar la vergüenza. A mí, mi vieja me daba vergüenza.

Muchos años después, sin embargo, la fuerza arrolladora de mi madre regresó imparable. Fue cuando escribí Más respeto que soy tu madre, que después se empezó a hacer famosa. Yo le decía a la prensa (sin saber que estaba alimentando a un monstruo) que Mirta, el personaje principal de esa novela, estaba parcialmente basado en mi mamá. ¡Para qué habré dicho eso! Fue un error gravísimo, porque oficialicé la locura de Chichita.

El día que se estrenó Más respeto que soy tu madre en el teatro, Chichita estuvo sentada en la fila doce. Cuando terminó la función, Antonio Gasalla, que la protagonizaba, me invitó a subir al escenario y yo lo hice con mucha vergüenza.

Una vez arriba de las tablas, Gasalla me palmeó y me dijo:

—Espero —había muchísima gente—, espero que la Mirta de mi adaptación sea parecida a la que vos creaste.

Yo estaba a punto de decir que sí, pero entonces se levantó Chichita desde la fila doce y dijo a los gritos:

—¡Yo soy Mirta!

Gasalla intentaba ver; hacía visera. Y Chichita le decía:

—¡Acá, Antonio! ¡Yo soy Mirta, lo hacés muy bien, te felicito!

¡Qué vergüenza más grande sentí! Ahí, en ese momento, supe que Chichita había vuelto desde la infancia con armas nuevas, y que iba a ser imposible detenerla. Dos o tres veces después de eso, la escuché en las radios de Buenos Aires, o en la televisión de Mercedes, respondiendo reportajes en mi nombre, donde ella se proclama la verdadera Mirta.

Cada vez que aparece una edición nueva del libro, o que se entera de que la obra de teatro sigue llenando salas en otros países, me llama por teléfono y me dice: «¡Cómo te sigo dando de comer, gordito!». Hace lo imposible, mi vieja, por avergonzarme, con mucha más fuerza que en la juventud.

Y, sin embargo, hay algo en toda su locura, antigua y moderna, que nunca me permite enojarme de verdad con ella. No sé bien qué es. Me imagino que, atrás de la rabia tremenda que me provocaba en la infancia que me espiara los cuadernos con poemas y con cuentos, yo sabía también, en el fondo, que en casa alguien me leía. Que había alguien, en el mundo, que confiaba en mí.

Hernán Casciari