Suspiré aliviado, porque me lo decía alguien que protagoniza varios capítulos de la historia, con su nombre y con su apellido, y yo nunca le avisé que eso iba a pasar. Lo supo con el libro ya en la mano.
(Yo no sé por qué me arriesgo a perder la amistad con mi familia).
La historia de este libro es casual: en 2009 yo tenía un contrato con una editorial y en abril me tocaba entregar un libro de cuentos. El libro ya estaba terminado y tenía hasta nombre, pero una tarde me puse a rastrear un correo viejo en el buscador de Gmail y se me aparecieron varios chats con mi papá, con Roberto Casciari.
Seguramente yo sabía que ahí estaban todas mis conversaciones con Roberto de los últimos años, pero nunca se me había ocurrido revisarlas después de su muerte. Mi padre había muerto un año antes.
Esas lecturas me conmocionaron: en casi todos los chats con mi viejo (generalmente muy nocturnos para mí, y para él antes de cenar) hablábamos de fútbol o de mis cuentos.
Me llamó mucho la atención ese detalle: él me comentaba los cuentos que yo publicaba en mi blog, sobre todo las historias donde yo hablaba de él, donde él aparecía como personaje.
Esa noche, después de leer chats antiguos con mi padre muerto, puse el nombre de mi papá en el buscador de mi blog y aparecieron más de treinta cuentos donde lo nombro.
Me los puse a leer, desde el más antiguo al más actual, y lo que leí tenía el tono y el ritmo de una novela involuntaria.
Me quedé pasmado: la historia empezaba con él llevándome a prácticas de rugby hace cuarenta años (según él, para que yo no le saliera puto) y terminaba con su muerte sorpresiva y anacrónica.
¿Qué hacía yo, entonces, mandando a la imprenta un libro de cuentos dispersos, si tenía frente a mis ojos un material que me hacía saltar las lágrimas cada cuatro líneas?
El pibe que arruinaba las fotos (así se llama este libro) nació esa noche en mi cabeza. Descubrí que había escrito una novela de a ratos, sin intención, y que ahora Roberto ya no estaba y esa historia había terminado para siempre.
Al otro día convencí a la editorial para que me diera más tiempo, porque yo quería entregar la novela y no un libro de cuentos, y ellos por suerte accedieron.
A mí, en cambio, me costó mucho editar esas historias. Bastante más de lo que pensaba. Porque todos los relatos en los que aparecía Roberto estaban narrados en presente. Por ejemplo, en la frase: «Mi papá es amigo de toda la gente que transpira por placer», yo tenía que cambiar una sola palabra, nada más que una. En lugar de «es» amigo, yo tenía que poner «era». Era amigo.
Nunca antes los tiempos verbales me habían causado tanto dolor.
Más allá de esos inconvenientes, más emotivos que gramaticales, las historias caían en el papel llenas de enlaces internos, con eslabones propios que las iban atando, unas a otras, a las historias, de un modo que —por lo menos a mí— me empezaba a parecer milagroso.
El libro crecía conmigo en los bordes, conmigo de espectador, como si un puzzle que tiraras en la mesa se fuera uniendo solo de a poco. Fue muy, muy increíble.
A mí me gusta mucho que este libro haya surgido de casualidad. A la mayoría de las historias que están escritas en esta novela yo las leí noche a noche, poquito a poquito, en estos encuentros de cinco minutos en Telefe.
En esas historias aparecen mi amigo Chiri, mi viejo, mi mamá Chichita, mi hermana, su marido el Negro Sánchez, mi temible abuelo Marcos, mi hija Nina… Es decir, en este libro y en estas historias que cuento aparecen las peores verdades y las mejores mentiras que escribí durante los últimos años.