Supe, de repente, que ya no era un bebé. Se maquilla, se mira al espejo… Incluso parece muy preparada para dar el siguiente paso en nuestra relación padre e hija. El que no está preparado soy yo. Yo estoy más bien cagado en las patas, porque el cerebro de una preadolescente es una alfombra peluda que absorbe todo.
Al no haber experiencia previa, mi hija no sabe qué descartar, no sabe qué olvidar, no sabe qué pasar por alto; no conoce lo intrascendente ni tampoco lo singular. A esta edad ella lo almacena todo en la cabeza. En su cabeza empieza a haber dos enormes almacenes. Uno está en planta baja y no es peligroso, porque tiene ventilación; pero el otro almacén está en el subsuelo de su cabeza y hay que andar con mucho cuidado para no generarle traumas.
Hace cien años nadie sabía de la existencia del subconsciente y los padres no se preocupaban por nada. ¡Qué época hermosa! ¡Qué época hermosa! Pero entonces vino el pelotudo de Freud y dijo: «Ojo con lo que guardan las hijas de diez años en el subconsciente, porque lo que ahí entra ahí se queda, y la culpa siempre va a ser del padre». Me cago en Freud.
Y tenía razón, para peor… Porque cada vez que una mujer me resultó interesante, al escarbar un poco descubrí que estaba loca, y al seguir escarbando supe que la culpa era de su padre. ¡Siempre! Los hombres que tuvieron en la infancia problemas con su madre se encajetan con mujeres que tuvieron traumas con el padre. Es un redondel vicioso. Funciona de esa manera.
¿Y eso qué quiere decir? Quiere decir que cualquier barbaridad que yo haga, por más leve, por más superficial, va a quedar almacenada en el subsuelo freudiano de mi hija. Y eso va a ser para cagada. Yo nunca había entendido la teoría esta de la mariposa que aletea en el Amazonas y provoca un terremoto en Berazategui. Pero ahora lo tengo clarísimo. Si yo me tiro un pedo con ruido delante de mi hija y después me vanaglorio del pedo (que es lo que hice siempre), puede que la nena almacene ese instante en el lugar equivocado de la cabeza, y dentro de siete años quiera participar en una orgía con cuatro jugadores senegaleses de hockey sobre patines. ¿Quién te dice que no?
Y yo ahora tengo miedo, tengo el miedo metido en el cuerpo. Mi vida cotidiana se convirtió en una sucesión de posibles errores sin remedio. La criatura se me acerca, me pregunta cosas, quiere charlar conmigo.
Yo me escabullo, le pongo excusas, intento que la pobre no se dé cuenta del pánico que me causa mandarme una cagada. ¿Qué hago? ¡Por el amor de Dios!, me digo en la cabeza. ¿Qué hago cada vez que aparece? Me está hablando, me hace mimos, me mira los pies. ¿Debería cortarme las uñas de las patas para que en el futuro ella no intente irse a vivir a un país musulmán?
A veces, almorzando, me olvido de cerrar la boca para masticar: ¿será ese el detonante de su futuro lesbianismo? Algunas veces me quito la carne de entre los dientes con la antenita del teléfono: ¿será esa la razón por la que mi hija intercambie en el futuro favores sexuales por drogas blandas? El otro día me quedé mirando un partido entre un equipo de Ecuador y otro de Venezuela, que para peor salió cero a cero, en vez de estar con ella, de charlar…
¿Le habré cagado la vida sentimental para siempre? Si mi mujer y yo hubiéramos tenido un hijo varón, el problema gravísimo ahora sería jurisprudencia de la madre, y yo podría descansar tranquilo y eructar, y fumar cuete y mirar todos los partidos de la Libertadores y desentenderme de la crianza. Pero lo que tuvimos fue una hija, y todos sus desarreglos emocionales del futuro son culpa mía. Qué suerte de mierda.