De a poco mis ojos se habituaron a la falta de luz. Desde la habitación de mis padres, entreabierta, pude escuchar el murmullo de una conversación. Ya era pasada la medianoche. Estarían a punto de acostarse. Siempre tardaban muy poco mis padres en empezar a roncar.
Mi mamá roncaba igual que una Zanellita con la bujía empastada (jjjj), y mi papá roncaba con un silbido musical (iiii). Y cuando roncaban los dos juntos, sincronizados, parecían un motociclista que iba silbando y llevando la moto rota por la calle (jjjj – iiii). Me encantó quedarme ahí un rato, escuchándolos roncar.
Después pasé por la habitación de mi hermana. Yo tenía mi edad de ahora, ¿eh? Esto pasaba hacía mucho. Entré con cuidado y acerqué el encendedor para verla dormir. En el sueño ella tendría doce años, trece años, y me sorprendió (al verla dormida) cuánto se parecía a mi hija. Ese descubrimiento del sueño, insospechado, me hizo acordar de que yo tenía más de cuarenta y pico de años en el sueño, y ellos no, ellos eran jóvenes.
La puerta interna de la pieza de mi hermana fue un hallazgo feliz. Hacía años que se había borrado de mi memoria ese pastiche rosa espantoso. Mi hermana, en su primera juventud, escribía frases en la madera y en el marco de la puerta con rotuladores de colores. Y también hacía dibujos cursis.
«Si lo amas, déjalo libre —leí—; si regresa, siempre fue tuyo, y si no viene, nunca lo fue». Y «viene» con be larga.
También había otra frase escrita que decía: «Amor no es mirarse el uno al otro en los ojos», y estaba rematada con unas flechas de colores lila y púrpura. Mi hermana no tenía una puerta en 1985, tenía un muro de Facebook. Era tremendo.
Más allá del pasillo, la puerta de la cocina estaba cerrada, pero se adivinaba una hendija de luz del otro lado. Yo reconocí el tecleo apagado de la máquina de escribir. Supe sin sorpresa, sin escándalo, que del otro lado estaba yo mismo, con quince años, dieciséis, escribiendo mi primera novela.
Ahora, mientras les cuento esto, todavía no sé si lo soñé o si me lo estoy imaginando. Me encantaría que fuera producto de mi imaginación, porque quisiera caminar hasta la cocina, abrir la puerta y charlar un rato con ese adolescente que escribe, lleno de esperanza, lleno de miedo, su primera novela en la máquina de escribir.
Quisiera decirle que se quede tranquilo, que lo que está escribiendo es una mierda, pero que no importa, que hay que escribir diez mil páginas malas hasta que aparezca la primera página buena. Quisiera darle las gracias a ese gordito de quince años por las diez mil páginas malas que está escribiendo.
Me encantaría entrar a la cocina y charlar con él, sobre todo, para poder contarles ahora a ustedes una historia graciosa con ese gordito boludo, pero tengo tan presente ese cuento famoso de Borges en el que Borges, ya viejo, se topa con un Borges muy joven a la vera de un río y el más viejo lo convence al más joven de que son la misma persona, y los dos se ponen a charlar de literatura. ¡Qué cagada que existe ese cuento!, pensaba yo.
Así que decidí, en el sueño, que no iba a entrar a la cocina para conversar conmigo mismo, porque sería plagio. Y no solo eso: mi historia perdería muchísimo en comparación con el cuento de Borges, que está buenísimo. Hay cosas que no se pueden decir mejor de lo que ya fueron dichas.
Pero como yo igual estaba ahí, en ese sueño donde mi otro yo escribía su primera novela en la cocina, decidí recorrer un poco más la casa a oscuras, intentando no hacer nada que pareciera demasiado borgeano.
Entonces empecé a caminar hasta el comedor, tanteando las paredes en la oscuridad con las manos abiertas, dando pasos temblorosos, sin darme cuenta de que, en mi afán por no imitar la escritura de Borges, estaba plagiando su manera de moverse por la casa.