Una cena demasiado larga
6m

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Más respeto que soy tu madre

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Son casi las seis de la mañana. Amanece. Toda la familia en el patio alrededor del Borjamari. Esta cena que empezó a las diez de la noche (maldita la hora que se me ocurrió invitar a nadie) va a ser la cena más larga de la historia. 

Solamente espero que no terminemos todos presos. La cosa empezó bien, nada del otro mundo. Estuvimos toda la tarde haciendo pizza para agasajarlo al muchacho.

El Nacho estaba nervioso. Borjamari llegó puntual, todo de negro, un señor. Nada indicaba que pasaría lo que iba a pasar. Comimos los siete en silencio. Don Américo y el Zacarías dos por tres lo miraban raro al Borja, pero es que no están acostumbrados a la gente que sabe usar los cubiertos. Un caballero el muchacho. Come con la boca cerrada, mastica muchas veces cada bocado, pide permiso para todo. Las cosas empezaron a fallar en la sobremesa. Antes de traer el postre. Creo que todo lo desencadené yo misma, cuando le pregunté al invitado:

—¿Y qué tal, muchacho, te gustó la pizza?

El Borjamari se limpia la boca con la servilleta, se pone lentamente de pie y dice:

—Pizza de champiñones Bertotti, o cómo destruir sabores nobles mezclándolos de forma arbitraria para que parezca un entramado gastronómico del discutible gusto popular.

—¿Eh? —todos nos miramos sin entender.

—Esperad que no he acabado —dice el Borja—; eso era el título. Ésta no es una pizza al uso, suponiendo que exista una definición general para un concepto tan abstracto como la pizza, pero lo que sí está claro es que es toda una apuesta hacia el más pésimo gusto. Si aceptamos la infalibilidad del representante de Dios en la tierra, por supuesto en cuestiones culinarias nada más, esta pizza es infumable.

Yo lo veía a mi marido que miraba para todos lados, pero pensaba que estaba distraído nomás; nunca me imaginé que buscaba con la mirada algún objeto contundente.

—Gordito, ¿pero vó manshaste la pizza o parlás perque parlare é grati? —alcanza a preguntar mi suegro.

—Mamá —me dice la Sofi—, ¿este tipo está drogado?

—Si está drogado que habilite la bolsa —dice el Caio—. Además de trolo, este chabón es canuto.

—¿Entonces no te gustó la pizza, nene? —digo yo, un poco desencantada.

—Teniendo en cuenta que todos vosotros fingís tener una pizzería en Argentina, cuando en realidad sois una agencia de publicidad que está intentando imponer una novela en el mercado editorial español, debo reconocer que por lo menos habéis preparado la comida vosotros mismos.

—Ay, Borjita, ¿qué carajo estás hablando? —dice el Nacho, que de a poco me parece a mí que se iba desenamorando.

—Gordo, vení un cacho al galponcito del fondo conmigo —le dice el Zacarías al Borja— que tengo un regalo para vos. Vení, dale…

—Zacarías, quedáte quieto ahí —le grito yo a mi marido, que se le nota cuando quiere morder a la gente que le cae mal.

—Venga ya, mujer —se incorpora el Borja mirándome muy raro—, diga la verdad: usted no es Mirta Bertotti, es un conjunto de autores catalanes, y estas paredes son falsas, todo es un decorado, ¡todo es falso! ¿Por qué quitó las estadísticas la semana que vendió menos de mil pizzas al día? Todos vosotros estáis obsesionados conmigo, ¡todo esto es falso, es una agencia de publicidad catalana!

Mientras decía esto, se había levantado de la mesa e intentaba tirar abajo las paredes del comedor, buscaba en los cajones, se fijaba atrás de las cortinas y corría por los pasillos de toda la casa, buscando las oficinas de una agencia de publicidad. Pobre chico.

—Nacho, disculpáme —dice la Sofi—, pero me parece que tu novio nuevo tiene un problemón en la cabeza.

Solamente le faltaba ese dato al animal del Zacarías, «novio nuevo», para que abriera de par en par la puerta de su propia jaula. La Sofi debería haberse mordido la lengua. El Borja iba y venía por toda la casa, buscando en alguna habitación una agencia de publicidad, al grito de «todo es falso, todo es falso», cuando el Zacarías oyó la frase «novio nuevo» y fue el acabóse.

—¿Además de esquizofrénico es puto el loco este? —dijo— Ahora va a ver lo que es bueno… Papá, usted vaya a buscar una soga al galpón —le ordenó el Zacarías a don Américo—; y vos, Caio, agarrá un palo y vení conmigo.

—¡Muerte al invasor español! —gritó el Caio y se fue a buscar un palo.

El Nacho y yo gritamos «¡qué van a hacer, no sean locos!», pero ya era tarde. Los tres Bertottis saltaron de la mesa, sincronizados como los de SWAT, y en medio minuto habían atado al Borja a la reposera del patio. El muchacho se movía como un frenético, igualito que una foca en cautiverio: si no fuera tan triste sería de lo más gracioso.

Mientras escribo esto, en plena madrugada, están los tres negociando con el Nacho cuáles son los pasos a seguir. Nacho les implora que lo suelten y lo dejen ir, pero la mayoría (porque la Sofi se unió al grupo rebelde) dice que lo mejor es tenerlo atado hasta mañana y llamar temprano al manicomio de Luján para que lo vengan a buscar los enfermeros, porque dicen que el gordito es peligroso para el barrio. A mí me parece que ver tanto muerto le debe haber hecho mal, pobre gordito, pero lo que más me duele es que el Nacho se esté llevando otra decepción amorosa.

—Mamá, ¡por el amor de Dios!, lo están desnudando —me dice el Nacho—, dejá la máquina y vení a poner orden.

De lejos escucho las risas de don Américo: «¡Eh, gorditto, qué piccolina que tené la pindonga!». Es difícil escribir en tiempo real, corazones. Hoy nos espera un día muy largo y lo dejo acá. Mañana les cuento cómo siguió esta reunión que empezó en una cena inocente y que puede terminar en el secuestro de un sepulturero.

Mirta G. de Bertotti
(Personaje de una novela de H. Casciari)