«Hoy es cuatro de agosto de dos mil veintiséis», dijo otra voz desde el techo de la cocina. «Es el aniversario de bodas de Tilita. Y hoy pueden pagarse las cuentas de agua, luz y gas».
Un rato después, desde las paredes sonó otra voz que apuraba las cosas. «¡Vamos!», se escuchó. «¡Son las ocho y cinco, hay que ir a la escuela, al trabajo, rápido!».
Pero nadie pisó las alfombras. Afuera diluviaba. La puerta de calle avisó: «Llueve, hay que llevar impermeable y botas de goma». El garage, por su parte, hizo sonar un timbre, levantó la puerta y dejó ver un coche con el motor en marcha. Pasados unos minutos, la puerta bajó otra vez.
Adentro, para las ocho y media los huevos estaban resecos y las tostadas parecían piedras. Un brazo de aluminio los tiró a una bacha donde un remolino de agua caliente se llevó todo en segundos. Los platos sucios cayeron en una máquina de lavar y salieron de ahí secos y relucientes.
«Las nueve y cuarto», dijo el reloj, «es la hora de la limpieza». La casa siguió entonces con sus tareas: ratones mecánicos aspiraron los rincones y un regador se ocupó del jardín delantero.
Afuera, la casa estaba entera, pero el resto de la ciudad era puro escombro y cenizas. Sobre una de las paredes se veían los restos de la bomba. Como si fueran fotos, algunas siluetas blancas estaban impresas en una pared carbonizada por el fuego. Se veía una mujer agachada juntando flores, un nene con las manos levantadas y una pelota en el aire y una nena preparada para atrapar esa pelota que nunca terminó de caer.
Esa era la única señal de vida, a no ser por algún zorro y los gatos que maullaban de hambre. La casa, en cualquier caso, no reconocía esas presencias y ante cada ruido preguntaba: «¿Quién está ahí? ¿Cuál es la contraseña?». Solo abrió las puertas cuando escuchó un ladrido familiar: era el perro de la casa, que antes era gordo y brillante y ahora estaba huesudo y cubierto de llagas. El perro pudo entrar. Llenó la casa de barro mientras los ratones limpiaban todo a su paso. Después, desesperado por el olor a comida que salía del horno —ya era mediodía—, dio vueltas en círculos y cayó muerto.
Los ratones eléctricos lo llevaron al incinerador. Y el resto de los rituales siguió a lo largo del día: a la tarde fueron preparadas las mesas para el bridge y las paredes —de vidrio— proyectaron dibujos para los chicos, y después de la cena se encendió un hogar y al lado de un sillón brotó un habano humeante.
A la hora de dormir, en el dormitorio matrimonial una voz habló desde el techo: «Señora, ¿qué poema le gustaría escuchar?».
Ante la falta de respuesta, la voz se decidió por un poema que se llamaba Vendrán lluvias suaves: «Y nadie sabrá nada de la guerra», decía en una parte. «A nadie le interesará que haya terminado. / A nadie le importará, ni a los pájaros ni a los árboles, / si la humanidad se destruye totalmente; / y la misma primavera, al despertarse al alba, / apenas sabrá que nos hemos ido».
Después de eso, ya de madrugada, una botella de solvente se derramó sobre el horno y las llamas empezaron a avanzar. La voz de los techos gritaba «¡fuego!» y los ratones de agua intentaban apagarlo, pero ya no había más agua en la bomba. Así y todo, la casa quería sobrevivir. Como en aquellas relojerías donde todos los relojes dan locamente la hora, uno tras otro, en una escena de confusión maniática, la casa se llenó de voces que activaban movimientos que ya no servían para nada.
En la cocina, un poco antes de la lluvia de fuego y madera, el horno preparó unos desayunos de proporciones demenciales: diez docenas de huevos, cincuenta tostadas y veinte docenas de fetas de jamón que fueron devoradas por el incendio hasta que casi todo, finalmente, se derrumbó.
La casa hizo un silencio final. Y el sol asomó débilmente por el Este. Entre las ruinas se levantaba solo una pared. Desde ahí, una última voz repetía, una y otra vez: «Hoy es cinco de agosto de dos mil veintiséis. Hoy es…».