Visca la Roja, adiós conflicto
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Hace un par de meses, en esta columna, hablé del problema catalán si España se consagraba campeona del mundo en fútbol. «Qué extraña será la sensación de los jugadores catalanes si alzan el trofeo en Sudáfrica», escribí entonces. 

Ya había pasado en la anterior Eurocopa, en donde las calles catalanas no vivieron la fiesta del fútbol por rencores políticos. Ellos no sienten la bandera española, no sienten el idioma ni la idiosincrasia. Pero en este Mundial ocurría algo nuevo: la mitad de los atletas titulares de la Selección de España son jugadores del Barça, personajes idolatrados en el torneo local: Puyol, Xavi, Iniesta, Busquets, Pedro, Villa. Y yo pensé, antes de que comenzara el Mundial: «Qué extraños deberán sentirse estos chicos sabiendo que los suyos, sus amigos del colegio, sus vecinos del barrio, sus parientes, no se emocionarán con sus gestas deportivas solo porque son gestas nacionales». ¡Ah, qué equivocado estaba al pensar que el fútbol no podía romper con todo aquello! 

Porque entonces, un día, España ganó la Copa… y la política se murió de muerte natural. Es enternecedor ver cómo un gol en la prórroga mata a todos los conflictos tradicionales, lingüísticos, territoriales e independentistas. Un gol, una pelota que infla una red, un muchacho que sale corriendo al banderín del córner para festejar… y todos los pueblos se convierten en uno solo. 

La noche del 11 de Julio escuché por primera vez en la vida bocinazos alegres tras el triunfo español en las calles catalanas. No digo ya en Barcelona, donde el cosmopolitismo trasciende lo territorial (y viven andaluces, árabes, y todos gritan, y ya nadie es realmente de ningún sitio), sino en los pequeños pueblos del interior, catalanísimos, cerrados a los españoles y a las novedades. Allí, en esos pueblos de la Cataluña profunda, se oyeron por primera vez las bocinas de los autos; allí aparecían, tímidamente y también por primera vez, las banderas de España, que todavía son símbolo franquista y hacerlas ondear trae recuerdos, obsesiones y patologías oscuras. 

Sin duda, la mayor ruptura nacionalista acaba de ocurrir con las generaciones menores, los chicos y las chicas de diez a quince años. Pequeños catalanes que tuvieron la bandera española en el Messenger durante el último mes, y frases online con «Visca la Roja», que en el conflicto político es un oxímoron irresponsable, y que en el inconsciente colectivo de las juventudes es fútbol, alegría y emoción. Por primera vez, lo irracional se puso por encima de todo: de la lengua, de la persecución lingüística, de las envidias, de las separaciones de hecho. Algo breve, la patada de un futbolista, una pelota entrando en el arco, mató para siempre la disputa. Fue, de repente, casi a las diez de la noche del domingo, como si un mazazo los hubiera convertido a todos en amnésicos del pasado. Como si nadie hubiese perseguido ni matado a nadie en la Guerra Civil. Fue un día nuevo en el que —quizá— se dieron cuenta que solos no hubieran ganado nada, y que juntos sí.

Hernán Casciari