Pero si no veía luz, entraba por la ventana de mi pieza a oscuras y me despertaba de maneras horribles: a veces me tiraba agua en la cara, o me pegaba una patada en la panza. (¡Una vez me metió un pájaro adentro de las sábanas!). O se subía arriba de las sábanas y empezaba a bombearme, como un amante desaforado. Esto pasa siempre en los pueblos, porque podemos dejar las ventanas abiertas. El objetivo de Chiri era despertarme siempre de una manera creativa.
Pero cierto fin de semana pasó que, por la tarde, conocí a Gonzalo Garcés (que entonces era una promesa de escritor de diecisiete años) y lo invité a pasar un fin de semana a Mercedes. Gonzalo ya era entonces el cachorro de lo que es hoy: una persona fina, siempre muy bien bañado, concheto, sereno. De hecho, se había convertido un año antes, a los dieciséis, en el crítico literario más joven en la historia del diario La Nación.
Un prodigio, Gonzalo Garcés.
Nos conocimos por casualidad porque integramos una antología de «jóvenes promesas literarias» de esa época. Y se había publicado un libro. Yo leí su cuento y fue el único que me gustó de la antología, entonces lo llamé por teléfono y lo invité a casa para charlar. Yo tenía dieciocho, él tenía quince.
Estuvo en Mercedes ese fin de semana del año 1990; lo llevé al corso del pueblo, que es uno de los corsos menos luminosos de toda la provincia.
La pasamos muy bien ese día, hasta el accidente nocturno.
Gonzalo se quedó a dormir en casa, yo le ofrecí mi habitación y me fui a dormir mi borrachera de esa noche a la cama de mis viejos, sin acordarme de la rutina favorita de Chiri, que se metía en casa de madrugada.
Esa noche Gonzalo Garcés, un chico buen mozo y frágil, se acostó y apagó la luz en una ciudad desconocida del oeste de la provincia de Buenos Aires y se quedó dormido, sin saber que en medio de la noche un borracho iba a entrar a oscuras por la ventana y se iba a subir encima suyo para bombearlo.
Qué cagada más grande…
Yo no escuché el grito, porque la habitación de mis viejos quedaba lejos. No me enteré de nada.
Pero a la mañana siguiente lo encontré a Gonzalo Garcés en la cocina, desayunando, con los pelos alborotados. Y me contó lo que había pasado a la noche:
—Ayer entró un tipo por la ventana —me dijo— y me quiso fornicar. Yo estaba adentro de las sábanas y cuando saqué la cabeza, asustado, el tipo me mira y me dice «vos no sos el Gordo», y me deja de bombear. Se levanta de la cama, me pide disculpas y se escapa por la ventana. Iba en una motito… de la marca Zanella. No apareció más. —Estaba asustado, Gonzalo, mientras me hablaba.
Yo miré la taza de café que tenía Gonzalo en la mano. Le temblaba.
Antes de que se pusiera a llorar lo tranquilicé. Le dije:
—Estamos en carnaval. En estas épocas vale todo.
El susto de Garcés fue enorme, pero creo que con el tiempo se le pasó.
Pero el susto de mi amigo Chiri duró un montón de años y fue traumático.
Con el paso del tiempo fue peor, porque Gonzalo Garcés empezó a crecer en el mundo literario, se convirtió en un escritor prestigioso, un tipo bien bañado, que charla con el presidente de Francia, que firma solicitadas serias (ahora mismo es el director de la Editorial Galerna), y el trauma de Chiri creció siempre a la par de la consagración de Gonzalo Garcés. Hace unos años, cuando Gonzalo ganó el Premio Seix Barral, Chiri sintió mucha vergüenza por haberse culeado en la oscuridad a alguien que había conseguido el mismo galardón que Vargas Llosa.
Creer que te estás culeando en joda a un amigo gordo, de toda la vida, y ver de repente que te estás cogiendo en joda a una promesa literaria menor de edad, es horrible, pobre Chiri. Esa imagen no se rasquetea fácil del subconsciente.
Quiero pedirle perdón, a Chiri, por lo que pasó esa noche.