Sin embargo, Wakefield todavía no sabe lo que va a pasar. Apenas tiene la intención, más o menos clara, de no volver a su casa esa noche, solamente para desconcertar un poco a su esposa. Son los años ochenta y Wakefield camina por el barrio de noche, ya sin miedo. Da un par de vueltas y finalmente entra a un hotel y pide una habitación. Se acuesta en la cama y sonríe. El hotel está exactamente a la vuelta de su casa, en la misma manzana. Le parece gracioso estar durmiendo ahí, tan cerca de su casa. Cuando se hace de noche medio que se arrepiente, pero se dice a sí mismo: «Hoy duermo en este hotel, y mañana veo qué hago, ¡total!».
Al día siguiente se despierta temprano. No tiene la menor idea de lo que va a hacer. Mientras desayuna, se pregunta qué habrá hecho su mujer cuando pasaron las horas y él no llegó. Siente curiosidad y sale a la calle con la idea de espiar su casa desde lejos. Cuando llega ve que en la puerta hay un patrullero de la policía. Y después ve que su esposa acompaña a dos policías hasta el zaguán y los despide con un gesto de preocupación. De pronto ella levanta la vista y Wakefield cree que lo va a descubrir. Retrocede espantado y se aleja, casi corriendo, al hotel.
Es un momento bisagra, porque ahí Wakefield entiende que no va a volver. Tiene algo de plata de la herencia de su padre (una plata que nunca blanqueó con la esposa) y paga en el hotel un año de alquiler por adelantado. Se deja crecer el pelo y la barba, compra ropa nueva y cambia todos sus hábitos. Un año después es completamente otro. Lo tortura la idea de que su esposa esté deprimida por su culpa, y con más razón decide no aparecer de golpe, para evitarle a la pobre un susto.
Así pasan diez años. Un día, cuando aparece internet, entra a un ciber y pone su nombre en Google. Hay varias páginas de búsqueda de paradero que lo mencionan, pero no más que eso. Otro día ve que un médico sale de su casa y él se preocupa por su mujer, pero después comprueba que fue una falsa alarma. A esta altura Wakefield perdió la noción de si está bien o mal esconderse. Ni siquiera sabe que es un tipo raro. A pesar de todo, a su manera, sigue queriendo a su esposa.
Una tarde los dos se cruzan en la calle, cerca del Congreso. Es un día de manifestación y la avenida es un mundo de gente. Wakefield está mucho más flaco y avanza con la mirada en el piso, como escondiéndose del mundo.
Ella nunca se volvió a casar. Engordó un poco y su expresión es de una tranquilidad austera, como la de alguien que tuvo que pelear mucho para encontrar el equilibrio. Los dos se miran a los ojos. Es solamente un segundo, porque enseguida la multitud los aparta y se pierden.
Wakefield corre al hotel, cierra la puerta con llave y se tira en la cama. ¡Llora!, y por primera vez puede verse desde afuera. «Wakefield, querido, estás completamente loco», se dice al espejo, mientras piensa que algún día va a volver, aunque hace muchos años que se promete lo mismo.
Una noche, que observa su casa desde la vereda, ve que adentro se enciende el televisor, y en la penumbra del cuarto distingue la silueta de su esposa. Hace mucho frío. Se larga a llover. Le parece estúpido estar ahí, empapado y temblando, cuando podría estar adentro, con la calefacción prendida, mirando una película en la cama con su mujer.
Cruza la calle, tiene la misma sonrisa extraña del primer día, está decidido a entrar, y entonces la moto de un delivery lo atropella. Wakefield vuela por el aire y golpea la cabeza contra el asfalto. Queda inconsciente en el piso, con la mitad de la cara cubierta de sangre y la otra mitad hundida en un charco. Al rato llega una ambulancia. La mujer se asoma por la ventana y ve que dos enfermeros se están llevando a un tipo accidentado. Vuelve a la cama y cambia de canal.
Cuando la ambulancia llega al hospital, Wakefield ya está muerto. Nadie lo reconoce ni reclama su cuerpo. Dos días después lo entierran en el cementerio, en una tumba sin nombre.