Y aquí no ha pasado nada
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Más respeto que soy tu madre

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Después de largas negociaciones familiares decidimos que el veredicto final lo dé la ciencia, y lo llamamos urgente al licenciado Mastretta. Él nos diría si lo del Borjamari era locura o si solamente se hace el loco para llamar la atención. Mastretta aceptó venir si le pagábamos el precio de una consulta, y llegó a casa al mediodía. 

Pero nos encontramos con el inconveniente de que el Borja no quería hablar. Nada de nada.

Solamente decía que lo soltáramos, que estábamos locos, y que nos iba a denunciar por privación de no sé qué. Mastretta tuvo una gran idea. «Si ustedes quieren puedo utilizar la hipnosis», nos dijo, «pero tenemos que estar solos, él y yo». Así que lo encerramos al Borja —maniatado como estaba— en el galponcito (¡lo que cuesta arrastrar a ese muchacho!) y el licenciado se metió a solas con él. Nosotros nos quedamos afuera esperando el veredicto. A la media hora salió Mastretta, serio como perro en bote:

—El señor gordito padece un extraño trastorno espiritista —nos dice aparatosamente el licenciado.

—¿Espiritista? —se sorprende el Nacho.

—Sí. Me acaba de decir algo revelador en medio de la hipnosis.

—¿Qué le dijo? —quisimos saber todos a la vez.

—Me dijo —Mastretta hace un silencio que nos deja en vilo, y enseguida pone voz de melodrama—: «En ocasiones… veo muertos». Eso me dijo.

—¡Pero no sea pelotudo, licenciado! —le digo yo, con el corazón en la boca—. ¡Es el gordito de la funeraria! ¿Qué carajo quiere que vea, empanadas de acelga? ¡Claro que ve muertos, hombre, si trabaja de eso…! Todo el puto día ve muertos, viudas desmayadas, gente llorando…

—¿Pudo sonsacarle algo más en medio de la hipnosis? —me interrumpe el Nacho.

—Pude entender que tuvo una infancia muy triste, porque era el gordito pelotudo de la escuela —nos explica Mastretta—, y quizá por eso se comporte de una manera tan rara, siempre a la defensiva y lleno de complejos…

—¿Ya está? —dice el Zacarías, ansioso—. ¿Ahora que está todo aclarado podemos seguir pegándole un poco?

—¡Shhh! —le digo a mi marido—. Continúe, licenciado.

—También me dijo que a veces siente una especie de envidia malsana hacia los comercios del barrio, sobre todo los que no necesitan hacer daño para prosperar. Me dijo, llorando, que a él le hubiera gustado tener una panadería, vender cada día pancitos tibios, en vez de cargar con una funeraria.

—Pooooobreee —dice la Sofi, que en el fondo es una romántica incurable.

—Ma qué póvero, bambina —se queja don Américo—. El figlio de putana me ha rasguñatto tutta la capocha.

—Porque vos le estabas metiendo el dedo en el culo, abuelo —dice el Caio, que también se pone del lado del Borja.

Todos nos quedamos en silencio, hundidos en la culpa.

—No se habla más —digo yo—. Suelten ya mismo a ese muchacho y déjenlo que se escape, que debe estar muerto de miedo. Lo que me molesta de todo esto es lo que va a pensar de nosotros mañana.

—Eso tiene solución —dice Mastretta—, si me permite un consejo… Todavía está bajo los efectos de la hipnosis, y si ustedes lo desean, por un módico precio extra yo puedo hacerlo volver a la realidad sin que recuerde absolutamente nada de este día infausto.

—¿Usted podría hacer eso? —digo yo, encantada—. ¡Qué increíble la ciencia, lo que avanza! ¿Y cuánto nos saldría?

—Unos doscientos pesitos más, poca cosa —susurra el licenciado, afilándose el bigotito con los dedos de la mano derecha.

El Zacarías se queda pensativo. No le gusta gastar más de la cuenta:

—Tá bien. Pagamos —dice mi marido—… Pero si se va a olvidar de todo, podríamos aprovechar y pegarle cuatro o cinco pataditas más en el orto…

—¡Ni lo sueñes, Zacarías, que la gula es pecado! —digo yo—. Vaya Mastretta, devuélvanos al gordito cero kilómetro, que no se acuerde de nada, pero de nada nada. Y usted, Américo, páguele al galeno que después arreglamos en familia.

Mastretta y don Américo se van aparte y finiquitan la transacción, mientras nosotros nos quedamos en el patio. Después el licenciado entra otra vez al galponcito, y a los dos minutos sale con el Borjamari del brazo. Camina lento el Borja, medio atontado.

El licenciado nos saluda y se va, con los bolsillos llenos de billetes. Nosotros nos quedamos mirando al Borja con la mejor sonrisa, como si fuéramos la familia Ingalls. Unos santos, nosotros, a los ojos del pobre desmemoriado. El Borja también sonríe. Dice:

—Muy rico todo, señora Mirta, pero creo que ya es hora de irme… Me duele todo el cuerpo, debe ser el cansancio.

—Debe ser, sí —decimos.

—Vaya nomás, muchacho —dice el Zacarías—. Ha sido un gustazo…

El Borja da media vuelta y se empieza a ir. Pero algo va mal. Nos damos cuenta enseguida de que su manera de caminar es muy rara. Va con los bracitos cerrados, como aleteando, y camina medio en cuclillas. A veces se para y cacarea. En vez de por la puerta sale por la ventana, y lo vemos alejarse por la calle picoteando cosas de la vereda. Cuando el Borja dobla la esquina y se pierde por la periferia del barrio, todos miramos a mi suegro desconfiados: don Américo es el único que se ríe bajito.

—¡Don Américo! —le digo—. ¿Qué le hizo al muchacho? Mi suegro se encoge de hombros:

—Ío non he fatto niente —dice—, pero le di chicuanta pesitto má al dottore para que lo convierta en una gallina al gorditto… ¿Ha visto qué lindo cóme camina alora? Pareche el pavo de la Navidá.

Mirta G. de Bertotti
(Personaje de una novela de H. Casciari)