—¡Mirá, mamá! —me interrumpe la Sofi—. ¡Abrió un ojo! Es difícil escribir con tanta gente en casa. El Nacho me llena de besos, me mima, me trae al nene para que lo vea por millonésima vez, le saca fotos. Yo ando con un nudo en la garganta desde ayer, con miedo y esperanza, como si la vida empezara de nuevo, todo de nuevo: lástima que una siga arrastrando los huesos cansados de siempre.
—¿Ni siquiera hoy vas a dejar de escribir, gorda? —me recrimina el Zacarías con su nieto en brazos—. ¿Qué tiene internet, miel tiene?
Lo dicho. Hoy esta anotación en el cuadernito va a ser muy rara. Me está resultando odioso despedirme, saber que les voy a poner candado a estas charlas. Y al mismo tiempo me alegra saber que cuando apague el monitor y me dé vuelta, voy a tener a alguien chiquitito para abrazar y cuidar y malcriar. Todo revuelto, todo mezclado.
—Permiiiiso, ¿se puede? —lo que faltaba: hasta la vieja Monforte, que nos odia, se acaba de aparecer en casa con unos escarpines—. Vea Mirta, vea, los hice yo, con la poca vista que me queda.
Me levanto de la máquina y me acerco con miedo (capaz que es una trampa y me escupe), pero la vieja viene en son de paz. La llevo a que conozca a la criatura y vuelvo a la computadora. Ya pasaron todos los vecinos por casa, y a todos les mostré esta sonrisa agotada de haber pasado la noche en vela.
—Viejita —me pregunta mi Nacho, que es un sol que no para de sonreír—, ¿es normal que la Luchía esté tan dolorida?
—Cuando naciste vos yo estaba peor —le digo—, que no se queje. Tu abuela me tuvo a mí en su cama, y la ayudaron unos empleados de Luz y Fuerza. ¡A cualquier cosa le llama dolor la juventud de ahora!
Cuando empecé este cuaderno estábamos sin trabajo, ¿se acuerdan? Parece que haya pasado un siglo, pero fue hace un año. Vivíamos en la otra casa y no sabíamos qué hacer para comer. De golpe, sin querer, mientras les iba contando nuestra vida, las cosas se empezaron a enderezar. Fue como si Dios quisiera que me quedara un documento del esfuerzo. Capaz que este cuaderno ha sido eso: un recordatorio de que no hay pozo del que una no pueda salir con la familia al lado.
—¡Mamá! —me grita el Caio desde el comedor—. ¡Tiene el pitito más grande que yo, no hay derecho!
No hago más caso a nadie. Hoy es el último día, y quiero despedirme como Dios manda. La casa ahora parece un baile (cayeron los Pertossi, que son tres pero parecen cuarenta). Pero quiero estar acá un rato más.
No es la primera vez que se me nubla la vista cuando escribo. Las letras se empiezan a ver borrosas pero los dedos, envalentonados con el envión, siguen bailando en el teclado, como si una fuera dactilógrafa. Las palabras salen solas. Como si el corazón se mudara a los dedos. Son pocos segundos, pero a veces me ha pasado. Me está pasando ahora, porque no sé despedirme.
—¡Mirtitta, il bambino piccolino té il mío nasso! —me zamarrea el Nonno, con el chico a cuestas.
—¡¿Cómo le dejan el chico al abuelo, pelandrunes?! —les grito yo a los demás, que están abriendo una sidra—. ¿No ven que este hombre ha estado en coma?
No. Si está clarísimo que no me van a dejar escribir. Le saco al Nonno la criatura de las manos y la pongo en mi regazo, mientras escribo. Escribo más lento ahora, solamente con la derecha. Y él, chiquitito, nuevo, me mira.
—Hola, corazoncito —le digo—, yo soy tu abuela.
Y no sé si soy yo, que tengo los ojos en compota, pero me da la impresión que se ríe un poquito. Entonces le hago una caricia con la zurda, que es la que tengo libre, y sigo escribiendo. Y él, que hace un día solamente que llegó a este mundo tan raro, alza la mano chiquita y me agarra un dedo, el que uso para escribir, y se lo lleva a la boca.
—Ese dedo no, Zacajunior —le digo—, que la abuelita no puede terminar su cuadernito.
Pero no lo suelta. No lo suelta. Se lo queda. Y cuando un nieto te agarra un dedo, ya se sabe, es para siempre. ¿Y entonces a quién le hace falta escribir?
¿Para qué, si ya está todo dicho?