Cuando llegué a España me encontré con quince mil cosas más ordenadas que en Argentina, como es lógico. La economía, para empezar, y todas las ventajas que eso implica. Pero también me encontré —corría el 2000— con una lucha hipócrita entre padres y maestros: los padres querían menos vacaciones de verano para sus hijos. Y los maestros se negaban poniendo el grito en el cielo.
Los argumentos de los tutores o encargados era que sus niños necesitaban más educación; la excusa de los maestros, que sus alumnos ya tenían la suficiente. En realidad el motivo de la lucha entre padres y maestros era otra: deshacerse de los chicos por más tiempo.
Una viñeta del humorista gráfico Ermengol, en el Diari Segre de aquel tiempo, mostraba a un padre y a un maestro jugando al tenis. La red era el muro de un colegio. La pelota, un pibe desconcertado que volaba de un terreno al otro.
Verano Azul, aquella especie de Pelito con mar de fondo, y Los payasos de la tele son los últimos éxitos populares para chicos españoles. Hablo de los años ochenta. Después de aquello, un silencio abrumador y una natalidad en retroceso.
Los spots de «Vamos a la cama, hay que descansar» que la tele argentina de nuestra época pasaba a las 10 de la noche, aquí se emiten a las 19:55. Y no estamos en Noruega, donde la gente se va al catre a las 20:30. Estamos en España, un país latino en el que los padres se acuestan entre la una y las dos de la mañana, como en el resto del mundo libre. Y la realidad es ésa: ya no saben qué inventar para que sus hijos desaparezcan del comedor.
Contarle historias a un chico es, de entre las pocas maravillas de este mundo, una de las más nobles y gratificantes. Buscarles el asombro, la risa o la curiosidad no se paga con nada. Meterse en el laberinto de sus ideas, que son de por sí explosivas, y aprender a contar desde esa magia, es una tarea inmensa a la que nadie (ni la tevé, ni la escuela, ni los padres) debería hacerle asco.
Me da mucha pena (y, desde que soy padre, un poco de bronca y miedo también) que la televisión española menosprecie a los chicos. Que el único programa infantil actual sea una de esas franquicias de «El show de Disney» donde ponen a un negrito, a un gordito y a dos nenes estándares a presentar dibujos animados del orto. Y que la única opción para compartir con tu hijo sean, siempre, los Simpsons.
Los chicos españoles ven una media de tres horas de televisión al día. Pero no hay nada español para ellos. Sólo dibujos enlatados en la televisión de aire. De los buenos o de los malos. Pero nadie en esos dibujos come paella, por ejemplo, nadie les explica en qué lugar nacieron y por qué.
Y, aunque es peligroso generalizar, los padres tampoco son lo que se dice promotores de la fantasía de sus hijos. Los traen al mundo casi al borde de sus posibilidades de concepción, tienen —como muchísimo— un hijo, y se pasan la vida intentando que el pobre diablo no tenga vacaciones, para estar tranquilos como cuando no tenían ninguno.
«En esta vida hay cosas que son caras porque cuestan mucho dinero —decía el Chavo— y otras que cuestan muy poco y por lo tanto son baratas. Yo, por ejemplo, soy un niño barato». Contarle historias a un chico es, de las cosas baratas de este mundo, la que mejor se paga, la que más nos engrandece. Por eso el amor que siento por aquellos que me han contado historias, cuando yo era un chico, es un amor irrepetible.
Si hoy tengo fantasías y sueños, es porque alguna vez estuvieron a mi lado Mark Twain, Roberto Gómez Bolaños, Alberto Olmedo, García Ferré, mi mamá y mi papá, todos los inmensos periodistas y dibujantes de la revista Humi, Carlitos Balá, Quino, María Elena Walsh, mi amigo el Chiri, Berugo Carámbula, Coquito, Arthur Conan Doyle, Gaby, Fofó y Miliki. No es por otra cosa, ni por nadie más, que sigo siendo un niño barato.