Le dije a mi madre que me soltaban a las nueve de la mañana del martes, para poder salir tranquilo a las ocho y que nadie me estuviese esperando. Me abrió la puerta el doctorcito, que estaba emocionado. Me palmeó y me dijo: «Hala, vete ya». Me estaba esperando un taxi, y yo apretaba un billete de veinte en la mano. En la otra tenía la maleta, con un poco de ropa y mi garrote.
El doctorcito V. me recibió ayer muy serio (por lo general cuando tenemos la charla semanal siempre hace chistes) y me hizo sentar sin preámbulos. Me miró a los ojos y me preguntó: «¿Alguna vez tuviste la esperanza de salir de aquí?». Y fue la primera vez en trece años que me puse a pensar sobre la esperanza.
Ayer el doctorcito V. estaba en medio de nuestra charla semanal y le dio la risa tonta, quién sabe por qué. Y un segundo más tarde se ruborizó, bajó la vista y creí oírle decir: «Corta, corta». Entonces supe que quizás todo sea una farsa. Como en el Show de Truman, por ejemplo. Comencé a pensar que tal vez este hospital sea un tinglado, un plató, y que nosotros, los treinta y dos enfermos, seamos quizás participantes de un reality. «Gran Enfermo», por ejemplo.
Hay mil secretos para mantenerse en forma: pero el más importante es tener libertad. Cuando estás encerrado pocas veces aparecen mujeres, y entonces el hombre es dado a dejarse estar del cuerpo y del alma. Yo, por ejemplo, hace fácilmente dos años que no me corto las uñas de los pies.
Cuando vives en un hospital, es probable que nadie te llame por tu nombre. El motivo es confuso, pero los doctores, las enfermeras y tus propios compañeros prefieren los motes: el Gelatinas, el Vizconde, el Niño, la Comadreja, el Ojos de Susto, etcétera. Cada cual tiene un elemento característico. Hasta hace unos meses yo era el Ronaldo Blanco, porque lo más llamativo de mí era que me sobresalía la barriga, pero ahora que escribo una columna en el periódico y me llaman el Intelectual.
Aquí dentro, en el hospital, vienen doctores, enfermeras y enfermitos; los martes y los jueves también hay visitas de madres, amigos, hermanos y hermanas; los sábados casi siempre llegan fontaneros, lampistas y albañiles. Pero solo una vez cada año, y sin decir nunca cuándo, aparece el Justiciero.
Aquí dentro cada cual habla como le sale de las narices. En el patio, cuando estamos todos, parecemos la gente de las naciones unidas, pero borrachos. No hay diálogo, no hay comunicación. Lo que hay son idiomas. Más idiomas que gente.
Aquí dentro los fines de semana tienen la misma importancia que las vacaciones para un vago: son alegrías ajenas, descansos en una escalera que nunca hemos de subir ni hemos de bajar. ¿Qué importancia puede tener para nosotros el frenesí del viernes por la noche, la dejadez del sábado por la tarde, o la nostalgia de los domingos, si cada uno de los siete días de la semana son idénticos, malhumorados y perversos como los enanos de Blancanieves?