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Pausa
Desde que tengo uso de razón sabía que iba a escribir. No es una cosa que me ocurrió de grande. Ni siquiera a mediana edad. Ni siquiera tuve la fantasía de algún día ser escritor. Soy escritor.
Hasta finales de 2015 escribí muchos cuentos en mi blog Orsai y un montón de gente los leyó en silencio desde sus computadoras. Los relatos se convirtieron después en libros.
El otro día mi hija me preguntó cómo había que hacer para escribir una poesía, y entonces le improvisé un reglamento de diez pasos fundamentales. Le dije: «Nina, escuchá muy bien este decálogo para ser un poeta».
Cuando un argentino pisa España por primera vez y recorre los bulevares sin rumbo fijo, descubre a los quince minutos que algo va mal, que algo va muy mal en el paseo, pero no se da cuenta de qué es.
Un amigo quiere empezar a escribir y me pide consejo sobre un buen lugar para aprender, o para experimentar. Un taller literario, o un buen curso para narradores.
Yo tenía veintiséis años, era un flamante excocainómano y no tenía dónde caerme muerto. Así que le pedí a mi abuelo que me aceptara como huésped en su casa de San Isidro. Por supuesto, me dijo que no. Don Marcos sabía de mi vida por rumores, que es la peor manera de saber. Conocía la síntesis de mi juventud en cinco frases: ahora está gordo, ahora escribe, ahora se droga, ahora está flaco, ahora nadie sabe.
En la infancia todos nos damos cuenta si nuestra madre es extrovertida. Cuando yo invitaba amiguitos a mi casa, Chichita, mi vieja, no se limitaba a traer los vasos de Nesquik y desaparecer.
Anoche le contaba a mi hija el cuento de Hansel y Gretel. Y en el momento en que los hermanitos se pierden en el bosque y empieza a anochecer (en esa parte tétrica del cuento) mi hija, en vez de asustarse, me dice:
Las personas que no tienen la costumbre de leer creen que todos los libros son aburridos. A esto lo descubrí en el club Mercedes entre los diez y los doce años. Fue la época en que más libros leí y mejor jugué al tenis en toda mi vida.