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Pausa
Todos fuimos a esas reuniones de finales del siglo veinte en las que alguien, sin merecerlo, se convertía en el alma de la fiesta. Eran reuniones de quince personas y nadie se conocía mucho. Un almuerzo anual de compañeros de trabajo, por ejemplo… un bautismo.
De los treinta y dos internos que estamos aquí, once se han ido a pasar el fin de año con sus familias. El hospital, además de frío, parece ahora rasurado, como las ovejas después de que las esquilan para quitarles la lana. Las ovejas rasuradas siguen siendo las mismas, pero parecen otras, más pequeñas, más desprotegidas. El hospital también. El doctorcito V. y la enfermera Sara (los únicos cuerdos amistosos) se han despedido de nosotros hasta el día dos de enero. Estoy casi solo. Casi hundido. Tan desganado que no se me ocurre siquiera escapar por el muro bajo.