Cuando yo era niño, mi madre se pasaba las tardes oyendo lo que pasaba en la casa de al lado. Ponía un vaso contra la pared y luego la oreja en la base, para amplificar las intimidades de los vecinos. Para mi madre no había mejor culebrón que lo que ocurría en la familia Ezquerro. La recuerdo sentada en una silla, con los guantes de lavar puestos, oyendo las miserias ajenas con los ojos cerrados. Si yo la perturbaba con preguntas, o la desconcentraba de su tarea de espía doméstica, me daba un vaso plegable y me decía: «Venga, Xavi, vete a tu cuarto a escuchar lo que está haciendo tu vecinito».