Empecé a escuchar las voces a los doce años, casi al mismo tiempo en que comenzaba a masturbarme. Eran voces dentro de mi cabeza, voces rústicas y amables que no me decían «haz esto» ni tampoco «haz lo otro». Conversaban entre ellas sin dirigirme la palabra. Yo a veces les decía: «Ey, estáis en mi cerebro, al menos prestadme un poco de atención», pero como si pasara un tren; ellas seguían hablando de sus cosas y me ignoraban. Entonces descubrí que, además de problemas mentales, yo también tenía problemas para ejercer la autoridad.