«Disculpáme, ¿tenés un minuto para que te proponga un negocio?», solía decirle el hombre, cincuenta y ocho años, muy bien vestido siempre, al mendigo nocturno que dormía a la intemperie, o al delincuente recién salido de la prisión, o al infectado de sida que no daba pie con bola. «Es un minuto, vos escucháme, podés hacer buena guita».