Cuando me pregunto por qué no pude sentarme a escribir en estos meses, tengo un puñado de respuestas. A veces me parecen excusas pelotudas, pero suelen esconder una verdad.
Las razones son estas diez:
España no me importa ni para burlarme
Desde hace quince años vivo en otro país. Los primeros cinco escribí mucho contra las costumbres de ese país. Los siguientes cinco quise entenderlas, a ver si me gustaban; pero no me gustaron. Entonces cinco años atrás les di la espalda a esas costumbres, me encerré en casa y solo bajo al garaje para que Cristina me lleve al aeropuerto.
Hoy sé lo mismo de España que de Bulgaria o Persia. No sabría qué decir sobre España. No trabajo acá, no me relaciono con nativos ni camino sus calles. Permanezco en la patria de mi hija porque quiero vivir con ella.
Ya no extraño Argentina como antes
Del mismo modo, hace quince años que no vivo en el lugar donde nací. Los primeros cinco idealicé los recuerdos que había dejado y les descubrí maravillas que solo se ven desde lejos. Los siguientes cinco años intenté hacer una vida de espaldas a mis hábitos y me aburrí como un hongo. Y desde hace cinco años decidí, de algún modo, volver.
No con el cuerpo, porque todavía es pronto, pero sí con la cabeza. Hoy todo lo que hago —libros, teatro, radio, tele— está en Buenos Aires. También todo lo que soy.
Falta mucho para el próximo Mundial
La Copa del Mundo en Brasil, que sin dudas fue la mejor que vi hasta ahora, le quitó épica a todo lo que pueda ocurrir en estos tres años que nos quedan hasta Rusia 2018. Escribí como un loco entre julio y agosto del año pasado (once crónicas en un mes, tremendas ganas) y ya no me queda resto para glosar este sánguche de nada que son los años tontos sin Mundial.
Es verdad, Racing salió campeón no hace mucho y Messi sigue persiguiendo la esponja en el camp Nou, pero me cansaría volver sobre lo mismo, y los aburriría a ustedes si les hablara por segunda vez sobre mi perro Totín.
No puedo entender las novedades
Esto es grave: por primera vez en este siglo no estoy viendo la serie más vista, no me cautiva la aplicación más descargada, no me hace reír el video más divertido ni soy capaz de leer completa la noticia más leída. Comprendo la complejidad de la serie, la utilidad de la aplicación, la gracia del video y la importancia de la noticia. Pero ya no siento que sean para mí.
No es la rebeldía del que dice «no me gusta lo masivo»; ojalá fuera eso, porque allí anida un síntoma de juventud. Es lo contrario: es saber que la gente que está mejorando el mundo va a una velocidad que ya no puedo perseguir.
Mi hija ya no quiere ser personaje
Hay también una razón generacional. No hace mucho mi hija se ofendió conmigo por ventilar sus intimidades. Lo sospeché hace unos meses, cuando publiqué una conversación que habíamos mantenido y, en sus gestos, entreví que no le gustaba. Hace poco informé, con orgullo, que Nina leía mientras cagaba. Y esa fue la gota. Al día siguiente, con madurez y sin berrinches, me dijo: «No escribas más sobre mí, ya soy grande».
No me dolió el pedido; me entristeció que ya hubiéramos llegado a ese punto. Ella acaba de entrar a una época de privacidad y vergüenza de la que saldrá, si hay suerte, a los dieciocho. Tengo pensado anotar todas nuestras peleas y publicarlas cuando ella me lo permita.
Cuando leo me siento fragmentado
También hay motivos coyunturales. Algunas noches quisiera ser, de nuevo, el lector tranquilo que paladea un párrafo tras otro sin preguntarse nunca, a la mitad de una frase, si alguien ha logrado ser más cínico que ayer en Twitter. Y lo peor es que siento (ojalá sea un error) que a todo el mundo le pasa lo mismo.
Temo que el que haya llegado a este párrafo ya esté pensando en otra cosa. ¿Habrá llegado el mail que esperaba? ¿Ya estará disponible el nuevo subtítulo de la serie de zombies? ¿Y si mientras estoy acá, leyendo a este gordo llorón, murió alguien importante y Twitter explota? Voy a ver. Tengo que ir a ver. En todo caso ya volveré más tarde.
Cuando escribo me siento insensato
En 1987 un amigo de mi viejo tocó el timbre de casa y pidió prestada la videocasetera. Ahora suena normal, pero entonces era un artefacto costoso. (Es como si hoy alguien nos pidiera prestado el iPhone durante unos días.) Le resultó muy incómodo a Roberto negarse. Más tarde, fastidiada, mi mamá resumió la personalidad del amigo en tres palabras: «Es un insensato».
Siento esa misma insensatez cuando publico un texto largo. Me da la impresión de que escribir más de cien palabras es demasiado pedir. Es requerir del otro una atención desbordada, es reclamarle tiempo y, sobre todo, concentración. El solo intento de sostener una idea prolongada, en mi cabeza, se convirtió en una pedantería.
Adopto costumbres de las que me burlaba
Otra razón es la paradoja del tiempo. Los que son jóvenes reciben la nueva fragmentación con naturalidad. Los que son viejos ya tomaron la decisión de no comprenderla. En cambio la generación intermedia, la mía, padece con fuerza la contradicción.
Hace un tiempo me burlaba de los contenidos que, para resultar atractivos, ofrecen títulos numéricos: «Las 27 maneras de…», «Las 12 cosas que…». Pero no es una moda pasajera: es una fórmula que nos calma. Nos ofrece la extensión de lo que vamos a leer y nos asegura párrafos moderados, para que en medio podamos desconcentrarnos en paz. Ya no me burlo de eso; caigo en la trampa.
Ya no es necesario ser el observador
Una vez conté que solo voy a las fiestas de casamiento a cumplir un rol: sentarme solo y pensar en la condición humana mientras los demás hacen el trencito. Siempre me gustó observar a la sociedad, desde una mesa lejana, y sacar conclusiones. Pero noto que, últimamente, ya no hace falta ese rol. Las redes sociales lograron que mi generación haga el trencito mientras se burla de la condición humana. Y eso me deja un poco sin trabajo, me hace sentir un jubilado de la ironía.
Si se fijan bien, el mal llamado «cinismo de Twitter» no es más que el target 35–50 intentando comportarse, sin suerte, como el target 15–30.
Lo que puedo decir ya fue dicho mejor
Y por último, la razón que las unifica a todas. Ya lo habrán descubierto sin ayuda. Todavía es paulatino, pero también es irremediable: me hago viejo. No veo nada si no me pongo los anteojos, me duelen los huesos cuando llueve y empiezo a entender que no hay nuevas historias, sino etiquetas diferentes para contar las mismas. A los que me pedían continuidad les agradezco la paciencia. Si llegaron al final de este párrafo espero que no se hayan aburrido mucho. De todos modos, todo esto que escribí ya lo dijo Pappo mejor que yo, en tres minutos y con música.
Pappo – «El viejo»