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Pausa
Anoche me encontré por Cabildo con un compañero de la primaria que no había visto nunca más desde hacía ochenta millones de años. Fue horrible verlo. Las caras adultas de las personas que dejamos de ver en la infancia no crecen con normalidad. Se agigantan de una manera perversa, se deforman.
Hasta que me anoté en un gimnasio yo caminaba una hora todas las mañanas por el parque Saavedra, veloz y con bronca, porque es horrible caminar rápido sin que se te escape el micro o sin que te persiga un perro. Caminar sin un porqué es vergonzoso, pero desde el infarto tengo que hacer un montón de cosas sin sentido, sin sal o sin gracia.
Solamente puedo escribir cuando se me antoja. No tengo eso que se llama el oficio. Para peor, se me antojan pocos temas: mi hija, los cambios en la sociedad, el fútbol, la hipocresía en las relaciones y la exageración de un tiempo anterior o un sitio querido. En doce años de archivos no encontrarán más que variaciones sobre esos tópicos. También verán, si navegan un poco, un par de baches de silencio en el blog. Estoy en medio de uno.
La última vez que vi a Argentina en una semifinal yo no era yo: era un chico de diecinueve años mal acostumbrado. Pero sobre todo era joven, era bastante flaco, era soltero y tenía una extraña sensación de inmortalidad.
Esta semana se ha recibido en España —con más alarma que vítores, todo hay que decirlo— al gerontólogo inglés Aubrey de Grey (Londres, 1963), que se ha despachado con la teoría de que, en un futuro no muy lejano, «los humanos viviremos mil años, en una especie de eterna juventud».
Cuando se abre el telón, Alex y Lucas ya ocupan el centro de la escena, y están conversando con tranquilidad. No tienen más de cinco años cada uno, y son amigos desde siempre. Están en el arenero de la plaza del Hospital, rodeados de moldes, baldes de colores y juguetes. Es una mañana calurosa en Mercedes.