—No creo que haya perdido la magia.
—No intente halagarme; sí la perdí.
—No hablo de usted. Hablo de este ejercicio.
—Ah.
—¿Usted cree haberla perdido?
—Qué cosa.
—La magia.
—Si hablamos de mis procesos creativos sí; si se refiere a mi vida privada, no quiero hablar del asunto… ¿Usted habla de mi quehacer literario?
—Correcto.
—«Correcto» lo digo yo. No haga tan evidente que somos uno que cambia de lapicera. Diga otra cosa en lugar de «correcto». Diga «ahám» como los psicólogos.
—Ahám. ¿Cree que usted perdió la magia?
—Correcto.
—Por qué.
—No encuentro pasión. Me siento frente a la hoja y cualquier cosa que escriba va a parecerme el cuento de un escritor argentino.
—Y usted está muy contento de ser búlgaro.
—¿Perdón?
—Quiero decir, ¿no pensó que tal vez sea un escritor argentino?
—¿Está siendo cínico?
—Ahám.
—Quise decir que cualquier cosa que escriba ya me parece escrita. Usted me entendió.
—Escrita. ¿Escrita por quién?
—Por mí, por alguien que ya dejé de ser, por un muchachito y no por un hombre. Creo que dejé de ser un muchachito en lo que respecta a mi vida, pero en cambio lo sigo siendo en lo que concierne a mi literatura.
—Si se escuchara decir eso hace unos años le sonaría a virtud.
—El problema es que no me escucho ayer, me escucho mañana.
—¿Y por qué no se escucha hoy? Usted nunca se escucha hoy.
—Segunda buena intervención; lo felicito.
—Felicite menos y responda mejor. ¿Qué problemas de sonido hay hoy para que siempre intente escucharse mañana?
—Creo que mañana hay esperanza. Creo que hoy nada más hay espera: una hoja de papel que se llene, una historia que concluya…
—Aquello que usted llama «anillar».
—Aquello a lo que llamo «persistir». Miro los papeles viejos, todas esas letras apretadas, la cantidad de energía, todas las noches, los Parliament, la aventura que todo eso debió parecerme…
—¿Recuerda lo que decía Raymond Chandler sobre ese asunto?
—Claro, lo leímos la semana pasada. Decía que «un escritor está liquidado cuando comienza a leer sus antiguos cuentos en busca de inspiración».
—¿Y qué le parece?
—Creo que tiene razón. Pero yo no los miro para eso. No busco inspiración.
—¿Qué busca?
—Quiero saber por qué escribí tanto. Son demasiadas letras, demasiadas palabras… Yo escribo con dos o tres dedos, escribo a una velocidad preocupante. Parece que no pudiera perder el tiempo. Muchas veces escribí sin pensar, sin razonar. Otras veces escribí sin sentir nada. Pura confianza, pura autosuficiencia. Me cuesta sentarme frente a una hoja y dudar. No me permito dudar.
—¿Por qué?
—No sé. Me gustaría que me lo dijera.
—¿Y por qué iba a saberlo yo?
—Alguien tiene que saberlo. Alguien me tiene que pegar un cachetazo, alguien tendría que haberme dicho que era peligroso.
—¿Qué siente cuando revuelve todos los papeles que escribió en los últimos diez años?
—Vergüenza. Haber escrito tantas pelotudeces me da vergüenza.
—¿Por eso no escribe ahora?
—No tengo la menor idea.
—Le pasa al revés que al Chicho Seselovsky.
—Correcto. Querría no haber escrito.
—…
—¿Eso está mal, según usted?
—¿Qué importancia tiene? Esté mal o esté bien, no va a dejar de sentirlo así.
—¿En qué se quedó pensando?
—En que quizá usted espera demasiado de sí.
—O quizá usted espera demasiado de mí.
—O quizá usted espera demasiado de mí.
—A usted lo siento en la nuca. Lo oigo hacer esas preguntas: «¿Otra vez lo mismo?», «¿Se siente cansado?», «¿Está triste?» Es verdad que yo lo invoqué, pero ahora quisiera que se callara, que me dejara terminar una frase. Es difícil redactar un juicio antes de la palabra final…
—Je.
—¿De qué se ríe?
—Si cambia los sustantivos es interesante lo que queda: «Es difícl redactar una palabra antes del juicio final».
—¿Se da cuenta? A veces siento que lo tengo a Osvaldo Quiroga en la cabeza. «Mmm…, te estás repitiendo». «Mmm…, eso es un acto fallido». Quisiera que usted fuera un amigo, no un crítico literario. Que fuera Horacio Quiroga, en lugar de Osvaldo. Alguien que me diga «cuida a tu historia como si fuese una novia».
—Je.
—¿Y ahora de qué se ríe?
—Otra vez: si cambia los sustantivos es muy interesante el consejo de Quiroga.
—Váyase a la gran puta.
—¿Estoy despedido?
—No, está suspendido. No son buenas tantas preguntas. Mucho menos son buenas tantas respuestas. En el fondo usted hubiera preferido vivir en la cabeza de un abogado, y no de un escritor. Analiza mis frases literarias como si fuera un contrato de locación. Váyase, tengo ganas de escribir un cuento.
—Todavía está en crisis, no le va a salir.
—Salir de las crisis es mi segundo nombre.