Nueve libros que me hicieron olvidar el Mundial
9m

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Dos meses antes de la Copa del Mundo, cuando vivir y respirar era mucho más fácil que ahora, cuando no se te aparecía en sueños Gonzalo Higuaín habilitado frente a un arco vacío, me comprometí a entregar un trabajo el quince de julio. Ni siquiera era un trabajo pago, sino el pedido de un amigo: «Hola Hernán, elegí los nueve libros que te hayan cambiado la vida y explicá por qué en cien palabras».

Para darme ánimos, el amigo me decía que ya lo habían hecho, para la misma causa noble, Manu Ginobili, Adrián Paenza y Vivi Tellas, entre otros.

Cuando respondí ese mail y dije que sí, que cómo no, que encantado, la fecha límite del quince de julio era un día cualquiera del verano español, una luz tenue en el final del calendario. No estaba en mis planes, ni en los de nadie, que resultara ser la segunda jornada de galponeo y tristeza en mi garage.

Ayer, lunes catorce, mientras lloraba a lo oscuro, me sonó la alarma que programé hace mucho, y que decía textualmente: «Acordate del pedido de Garbulsky».

—¡La concha de Garbulsky! —grité.

Mi mujer, que me estaba dando Seven Up con una cuchara sopera, dijo en susurros:

—Shhh, tranquilo, tranquilo… ¿Garbulsky es el que os ha metido el gol en el descuento?

—No —le dije—. Gerry Garbulsky, el que organiza las charlas TED en Argentina. Le tengo que entregar un trabajo de mil palabras mañana a primera hora.

—¿Y podrás escribir, en ese estado?

—Lo tengo que hacer —le dije—. Se lo prometí.

—¡Pero si no puedes mantenerte en pie!

—Ayudar a un amigo judío es una manera de vencer a los alemanes —le respondí pegando un salto, y por primera vez en cuarenta horas emergí de las tinieblas del garage, me pegué una ducha e intenté dejar de lado la angustia.

Abrí la máquina sin navegar periódicos ni Twitter. No quería ver ni una foto, ni un comentario sobre fútbol. Quise concentrarme únicamente en libros y autores, pero algo me patinaba en la cabeza.

Si pensaba en Camus, recordaba que fue arquero en Argelia; si recordaba a Borges o a Bolaño, me aparecían los dos centrales de Costa Rica. Cortázar era un belga alto que saltaba a cabecear. El teatro alemán duraba dos actos y una prórroga. El Julio César de Shakespeare iba vestido de gris y prefería un error propio a perder 7 a 1. Neruda perdía contra Amado por penales y a Benedetti lo echaban por morder a Darío Fo.

Casi enloquezco y vuelvo corriendo al garage. Pero hice un último intento y busqué de verdad, adentro de mi corazón. Le ordené a mi cabeza que silenciara por un rato la bronca. Y de repente pude irme bien lejos, a la infancia y a la adolescencia, a la época en que leer era lo único que me hacía feliz.

Los nueve libros que elegí son todas lecturas anteriores a mis veinticinco años. No creo que después de esa edad un libro te cambie la vida. Te puede cambiar la forma de pensar o de creer, pero no la vida. La vida es arcilla hasta los veinticinco. Después es piedra.

Gracias a estos nueve recuerdos, pude volver durante algunas horas a una vida en donde el fútbol no importa:

9 libros en 100 palabras

Aventuras de Tom Sawyer
Mark Twain
Cuando leés muchos libros en la infancia, no te acordás del primero. Pero sí te acordás del que te dejó una marca palpable inicial, la sensación de haber estado ahí verdaderamente. Ahora, que soy casi viejo, no recuerdo en absoluto por qué cayó este libro en mis manos a los diez años, ni dónde lo leí, ni en cuántas tardes. Pero sí recuerdo que fumé en pipa con Huck y que vi el cadáver del Indio Joe. Y puedo jurar que crucé el Mississippi con Tom y el negro Jim en una balsa que olía a madera y a carbón.

El mundo perdido
Arthur Conan Doyle
Descubrí este libro por pura desesperación: ya había leído todo Sherlock Holmes y no me quedaba nada. Entonces agarré «El mundo perdido» del mismo autor, pero en la tapa había el dibujo de un dinosaurio. Nunca me importaron un carajo los dinosaurios, por eso lo empecé sin ganas. El descubrimiento fue tremendo: supe que no te enamoran los personajes, sino los autores. Porque si bien el profesor Challenger no era Sherlock, ni Ned Malone era Watson, ni el Amazonas era el barrio de Whitechapel, en mi cabeza resonaba una frase de alivio: «Sir Arthur sigue acá, conmigo, un rato más».

Vida de Galileo Galilei
Bertolt Brecht
Fue la primera vez que leí teatro. Estaba seguro de que no lo disfrutaría, aunque la profesora de primer año que me lo prestó nunca había fallado. ¿Pero leer teatro? Lo abrí sin expectativas. En el tercer acto Galileo, preso por haber descubierto que Dios no existe, es visitado por el Papa, que le dice algo así: «La verdad no es importante, Galilei, lo único importante es que la gente trabaje sin rebelarse y muera pensando que después hay algo mejor». No me olvido más. Es maravilloso tener trece años y que alguien te diga que mentir sirve para algo.

Cuentos completos
Edgar Allan Poe
Una noche de mis catorce años, en la habitación de arriba, leí «El Gato Negro» o «El corazón delator», o alguno de esos cuentos tétricos, sin saber muy bien qué leía. Fue una revelación, porque el miedo real, el liso y llano, el que nada tenía que ver con las cosas de este mundo, me empezó a invadir por primera vez. Y nada me hizo conciliar el sueño por la noche, durante muchas noches. Fue maravilloso entender que un cuento (una palabra después de otra, solo tinta sobre papel) podía provocar terror y, a la vez, ganas de seguir sintiéndolo.

Cien años de soledad
Gabriel García Márquez
Hay un momento, a los quince o dieciséis años, en que te creés capaz de leer algunas cosas simples, pero sospechás que no vas a entender las importantes. García Márquez había ganado el Nobel en esa época, y los adultos hablaban de su gran novela. La agarré un día pensando que sería incomprensible, y a las cuatro horas ya estaba dibujando el árbol genealógico de los Buendía en mi carpeta de matemáticas. Sonreí mucho, extasiado, sin poder creer que la «gran literatura» no era complicada ni tenía palabras raras. Que podía ser simple y directa. Que me podía hacer llorar.

Bestiario
Julio Cortázar
No fue el primer libro de Cortázar que leí, fue el primero que entendí. Antes había comprado «El Examen» que me resultó incomprensible. Después compré este librito de tapas amarillas y no paré. De los dieciséis a los diecisiete devoré Cortázar sin parar. Cuentos, ensayos y novelas. Lo que entendía y lo que no. Fue la primera vez que un escritor no me interesaba como narrador sino como compinche. «La realidad no tiene por qué ser solemne», me gritaba. En mi cabeza «Bestiario» no es un libro: es la memoria del día en que conocí a un amigo del alma.

Obra poética
Jorge Luis Borges
El libro era enorme y estaba retractilado: es decir, nadie lo había abierto nunca. Alguien lo había donado a la Biblioteca de la Escuela Normal de Mercedes. Yo estaba en cuarto año y me lo robé de bronca. ¿Cómo nadie lo había desenfundado? Lo leímos con Chiri sin parar, maravillados por la perfección de las rimas sin ripios, durante años. Ahora está en mi casa de Barcelona, ajado, con las tapas destrozadas por haber soportado el vapor de mil duchas. Cada vez que lo abro, mientras cago, pienso que si lo hubiera dejado en el colegio seguiría envuelto en plástico.

La colmena
Camilo José Cela
También podría haber puesto «La familia de Pascual Duarte», o «Pabellón de reposo», o «Mazurca para dos muertos». Es igual. Camilo Cela escribió durante toda su vida una larguísima novela con diferentes títulos y personajes, pero siempre homenajeando a sus paisanos gallegos semi analfabetos y sus madrileños de clase media. Fue loco entrar a su literatura a los veintipico, porque con él descubrí España mucho antes de que el destino me trajera acá. Camilo me ayudó a entender que escribir solamente sirve para rememorar el lugar en que naciste y para acariciar a la gente que ya no tenés cerca.

A sangre fría
Truman Capote
Capote también llegó justo: yo sospechaba que jamás sería un escritor, porque no me salía inventar. En cambio cuando redactaba para la pequeña revista de pueblo que habíamos fundado, ahí sí me salía bastante bien. Pero yo no quería ser periodista. Entonces cayó, como del cielo, esta crónica que en realidad es una novela, o al revés: no podés saber si es literatura o periodismo; se mezcla todo. Fue como si Capote me dijera, desde la entrelínea: «El formato no es tu novia, es el papá de tu novia, es tu suegro; vos te tenés que casar con la trama».

No los listé por importancia, sino por cronología, y traté de que cada reseña tuviera exactamente cien palabras. Gracias a esa abstracción logré algo que creía imposible: escribir mil palabras de un tirón dos días después de la desgracia del trece de julio.

Y no solo eso: hacerlo me levantó el ánimo y me hizo sonreír un par de veces mientras escribía, aunque haya tenido que incluir —casi a regañadientes— a un dramaturgo alemán.

Cuelgo esto en el blog no porque tenga algún valor literario, sino como una manera de cerrar dignamente las once crónicas mundialistas de los últimos cuarenta días. Es mi manera de recordar que si algo nos salva, siempre, de todas las decepciones, es compartir historias.

Hernán Casciari