Y después yo me iba al baño y miraba fascinado un mapa enorme de Uruguay, y pronunciaba en voz alta los nombres de los lugares donde me habría gustado nacer: Durazno, Canelones, Treinta y Tres. Mi vieja golpeaba la puerta del baño y me gritaba:
—¡Hernán! ¿Qué estás haciendo tanto tiempo ahí adentro?
Yo plegaba el mapa, rojo de vergüenza, y tiraba la cadena para disimular, pero escuchaba que ella le decía a mi papá en voz baja:
—Tu hijo está otra vez metido en el baño con el mapa de Uruguay… Roberto, tenés que hacer algo.
En el colegio, cuando todos cantaban el himno, yo cambiaba en secreto algunos versos. «Oíd mortales, el grito sagrado: Uruguay, Uruguay, Uruguay», decía yo.
Y con el tiempo, en vez de achicarse, la necesidad de ser uruguayo crecía en mi pecho. Una vez estaba con mi familia en Mar del Plata y me lo crucé a Eduardo D’Angelo por la calle. Era mi ídolo (el de Comicolor), era más ídolo que Espalter y que Almada. Eduardo D’Angelo era un dios para mí, que podía hacer todas las voces del mundo. Y lo vi pasar, y no me animé a pedirle un autógrafo, porque me pareció ilegal molestar a un uruguayo.
En una época de mi juventud incluso aprendí a ponerme el termo en el sobaco y cebar con la misma mano. En otra época, salía con el mate a la calle para que la gente me viera y dijera: «Ahí va un uruguayo».
Después, por fin, empecé a viajar y conocí uruguayos en persona. Nunca conocí a un uruguayo malo, o cancherito, o pretencioso. Incluso los muertos, los que nunca toqué. Quiroga, Felisberto, Onetti. A veces, cuando un uruguayo me quiere hacer enojar y me dice que Gardel no es argentino, que nació del otro lado del Río de la Plata, yo para mis adentros pienso: «A mí me pasa lo mismo».
La milonga de Borges me pone la piel de gallina. Hace un rato, la busqué en Internet para agregarla a este texto y me volvió a conmover. Dice:
Hombro a hombro o pecho a pecho,
cuántas veces combatimos.
¡Cuántas veces nos corrieron,
cuántas veces los corrimos!
[…]
Milonga para que el tiempo
vaya borrando fronteras;
por algo tienen los mismos
colores las dos banderas.
Habla de eso, Borges. De ese sentimiento extraño donde no importan las diferencias. Somos un mismo pueblo que no comparte nombre… Yo me siento partido al medio, pero muchas veces más de aquel lado que de este.
Y la verdad es que siento un amor no correspondido por Uruguay. Yo sé que a ellos no les pasa lo mismo, pero no importa. Un poco los entiendo, porque soy de provincia. Es muy choto tener a tanto porteño cerca. No es fácil.
Pero cada vez que hay un mundial, por ejemplo, y Argentina se queda afuera antes de tiempo, saber que Uruguay sigue adentro es un consuelo hermoso. La Celeste es mi rueda de auxilio cuando pinchamos en un mundial. Porque en el fondo yo sé que ellos son como nosotros, pero sin los defectos.
Estamos hechos del mismo barro. Esa es la diferencia entre ser hermanos de sangre o solamente un país limítrofe. Yo ya tengo un país limítrofe a la derecha del mapa, del otro lado, y es suficiente. Pero a la izquierda, del lado del corazón, tengo a unos hermanos del alma.
Nota: este texto yo lo escribí en 2005, y de verdad, juro, me pasé cuarenta años sin saber por qué yo tenía ese sentimiento. Hasta que, en diciembre de 2015, estando en Montevideo, tuve un infarto y me salvaron la vida unos desconocidos montevideanos, y la salud pública del Uruguay. Y entonces supe, supe, que lo que a mí me pasaba de chico no venía de atrás, no venía del pasado. Supe que lo que me pasaba venía del futuro. Algo me decía, cuando era chico, «vos vas a nacer de nuevo una tarde de domingo, y va a ser en Montevideo».