Ya no puedo reconocer ningún auto, no sé de qué marca son, no sé de qué país. Antes los autos eran todos distintos, eran como los humanos. Cuando yo era chico, los autos tenían personalidad. Había autos fornidos, autos prepotentes, tímidos, autos perezosos. Ahora son todos iguales: redondeados arriba, medio aerodinámicos, de colores tristes, de colores apagados. Antes no eran así los autos.
Yo sabía diferenciar un Peugeot de un Dodge, podía distinguir un Fiat de un Renault. Hasta que un día apareció el Ford Sierra y desde ahí todos los autos empezaron a ser el mismo. Ahí, en ese punto de los ochenta, se pudrió todo.
En ese momento fue que los autos empezaron a perder la personalidad. A ser todos así.
Y no solamente me pasa a mí esa tristeza, también noté que les pasa a los perros. Antes, los perros les ladraban con más odio a los Citroën que al resto de los autos; podían reconocer un 2 CV a diez kilómetros, y empezaban a ladrar. Era un odio ancestral. Ahora los perros miran a todos los autos igual, les ladran por compromiso (guau, guau, guau, les hacen), sin ganas. Están tristes los perros, ya no corren atrás de las ruedas de los autos, como pasaba antes.
Y yo también ando triste por la calle, por eso no me gusta salir.
Cuando era chico salía a la vereda con ganas, porque cuando pasaba un auto yo lo podía reconocer. Por mil detalles: por el ruido del motor, por los alerones, por la forma de las llantas, por el baúl (que a veces estaba adelante, pero a veces atrás), por el ruido de la bocina. Para mí los autos tenían profesiones, tenían modales. El Renault 12 blanco, por ejemplo, era un oficinista cornudo. El Peugeot 404 era un ferretero, y el 504 era el hijo, que trabajaba en la ferretería del padre, pero solamente los sábados. El DKW y el 4 L eran dos autos que estaban haciendo la secundaria y que se rateaban de la escuela y se iban a pescar al río.
El Torino era un playboy que venía de la capital, un gigoló porteño que siempre estaba de paso por el pueblo (no vivía en Mercedes). El Torino venía a visitar a su amante, que era una Citroneta beige que estaba muy bien de tracción.
Y después estaba el auto más careta del pueblo: el Dodge familiar. Por la avenida se hacía el serio, pero en calle de tierra fumaba porro y buscaba Zanellitas.
El Valiant 3 y el Fairlane eran dos médicos muy conocidos que se pelearon para siempre por culpa de una Rural bordó toda retapizada en cuero.
El Citroën 2 CV amarillo era el loco del pueblo, pero el blanco no, el blanco era una especie de mendigo con olor a hinojo que a veces se quedaba a mitad de camino y había que empujarlo.
Hasta mis diez años, mi papá tuvo un Auto Unión rojo, un Fiat 1500 verdecito, un Dodge amarillo y un Taunus azul. Mi hija, a esa misma edad, solamente tuvo variaciones de autos negros o grises, todos parecidos, todos aburridos.
Yo podía subirme a un auto, de chico, con los ojos vendados y reconocer cuál era la marca por el olor de la cuerina, por la forma del volante, por la disposición de la palanca de cambios —que a veces estaba abajo y a veces arriba—, por el pitutito de la ventanilla.
Los Peugeot tenían olor a mandarina y los Falcon a desgracia. Los escarabajos Volkswagen eran chicas de diecisiete a las que les empezaban a gustar las fiestas. Las camionetas F100 eran madres extrovertidas. El Fiat 128 era un inspector de la DGI con bigote anchoa y el Opel blanco era un cura que manoseaba Fititos.
Antes los autos eran gente: había chinos, rusos, italianos, había franceses, nacionales, había autos indocumentados. Ahora salgo a la calle y son todos el mismo auto, todos los autos son un alemán que no hace ningún gesto. Que te lleva rápido de un lugar a otro.
Antes los autos paseaban con nosotros, ahora nos llevan.
Nos llevan de un lugar hermoso, al que nunca vamos a volver, hasta otro lugar horrible, donde se acaba el camino.