Argentinos, a los besos
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Pausa

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España, decí Alpiste

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El macho español observa con estupefacción y extrañeza a dos amigos argentinos besarse en el momento del encuentro, o a la hora de la despedida; lo he notado muchas veces. El beso masculino es, para ellos, inaudito; tan espantoso como llorar en público. Que una boca de hombre roce la mejilla de otro hombre no les tiñe la vista de representaciones homosexuales, sino de algo peor: les genera una sensación de vértigo, de asquete, de intimidad imposible. Besarse es, para ellos, como hablar de caca mientras se cocina una mousse.

Quizás por eso lo más complicado de conseguir en España ya no es la batata, la yerba, el dulce de leche o los yogures de dos litros, sino, y lo digo con tristeza, los amigos de la raza masculina.

Yo hace mucho que vivo acá, y solamente tengo dos amigos locales con los que se puede hablar con total franqueza, con el corazón en la mano; es decir, como dios manda. Tampoco es que los haya buscado mucho, porque esas cosas tienen que surgir con espontaneidad, pero lo cierto es que los hombres ibéricos son muy ariscos para la amistad verdadera. Son incapaces de venir a tu casa sin motivo, por ejemplo; no saben abrirte la heladera sin permiso, no toman mate, y se enojan bastante si les decís «¿cómo estás, hijo de una gran puta?». Pero estoy convencido de que el problema mayor, por encima incluso de su incapacidad genética para hablar de fútbol con fundamento, es que no saben darle besos a otros hombres.

Cuando fui un recién llegado a estas tierras me sentía solo, necesitado de compañía. Entonces, ingenuo de mí, quise trabar amistad con los nativos. Recuerdo haber actuado con naturalidad argentina frente a ellos: cuando conocía a españoles simpáticos, enseguida los saludaba con un beso en la mejilla. Si me caían muy bien, al día siguiente me pasaba por sus casas a la tardecita, sin avisar, y una vez dentro me metía en sus cocinas y les preparaba panqueques. Durante las charlas íntimas yo les contaba que había tenido un sueño extraño donde había un dinosaurio con una poronga grandota, por ejemplo, y más tarde me despedía de ellos con un abrazo y otro beso, y quizás por la noche los llamaba por teléfono para hacerles escuchar un disco entero por el auricular, o para explicarles algún trauma sicológico de mi adolescencia.

A causa de estas prácticas, durante mi primer año en España recibí doce órdenes de alejamiento de los juzgados y cuatro trompadas en el ojo (en el mismo ojo, para peor). Y así fue que, con el tiempo, descubrí que en España no existe la amistad masculina. Me costó darme cuenta, pero finalmente lo entendí. Desde entonces, le doy la mano a todo el mundo, pido permiso para ir al baño en casa ajena y nunca intento hablar de cosas profundas si estoy solo frente a otro señor.

Al principio es normal caer en la confusión, porque se ven por las calles muchos hombres en grupo y, a primera vista, puede parecer que son amigos del alma. Sin embargo, si los mirás bien te das cuenta que algo falla: son todo golpecito, todo palmada, todo testosterona y carcajada demente cuando pasa una rubia. Yo solía mirarlos y no descubría el error, eso que me hacía dudar. Hasta que un día lo noté: ellos no se hablan a solas.

Hay algo que los une, sí, pero se parece más a un servicio de acompañantes simultáneo. Los hombres se encuentran en la calle, se saludan, van a la cancha, van al bar, conversan sobre Ronaldo y Ronaldinho, se emborrachan, ríen a carcajadas y se vuelven a dormir. Sin embargo, ninguno de esos hombres sabe nada sobre el alma del otro. Ninguno ha estado más de un momento en la casa de nadie. No han permanecido nunca a solas largas madrugadas, no se han dejado ver cuando lloraban, ni han confesado a otro hombre sus preocupaciones más profundas. Y no. Tampoco se han besado.

El problema de los besos es el principal escollo de los argentinos novatos en estas tierras. Acostumbrados desde la infancia a darle uno a la dama y el caballero, aquí descubrimos que debemos estamparle dos a las mujeres y ninguno a los señores. Y eso nos hace sentir extranjeros, que es la peor cosa que le puede pasar a un argentino. Porque si hay algo que odiamos, que odiamos mucho, es que los demás descubran que en el fondo somos sudamericanos. Entonces nos metemos al baño, a veces días enteros frente al espejo, y nos ponemos como locos a imitar el saludo local, hasta que nos sale igualito.

—¿Qué haces en el baño tanto tiempo? —me preguntaba Cristina en el año dos mil, cuando yo era un recién llegado.

—Me estoy dando besos en el espejo —le decía yo.

—Me habían dicho que érais egocéntricos, sí —concluía ella.

Pero el beso, como se sabe, es un automatismo cultural muy arraigado. Casi siempre la cabeza va sola al encuentro de la otra cabeza, casi siempre los labios se contraen sin que nadie se los pida. Al llegar a España, todos los argentinos nos sentimos un poco estúpidos durante las presentaciones y los saludos. Esa incomodidad nos dura unos seis u ocho meses. Besamos a las mujeres una sola vez, y ellas se quedan con el cogote alargado, como si esperasen un tren. En realidad lo que esperan es el segundo beso, que no llega nunca.

Los argentinos más alzados, al ver que las señoritas esperan algo más de nuestra boca, se creen que hay coqueteo, sospechan que ellas están calientes o algo, y entonces comienzan a actuar como pavos reales. Los malos entendidos ponen las cosas muy tensas. Y lo mismo pasa cuando, automáticamente, besamos a un hombre español sin querer. Si éste es heterosexual se pone incómodo, se le sube los colores y empieza a tartamudear, o mira para abajo. Si tenemos la desgracia de besar a un homosexual, los próximos tres meses serán devastadores. Llamados nocturnos, proposiciones indecentes, manoseos en los baños públicos… Yo conozco muchos argentinos que, por culpa de un beso mal dado, ahora están casados con señores de este país. Y les va muy bien.

Pero el problema más grave, el más incómodo y vergonzoso, ocurre con el paso de los años. Cuando ya hace mucho tiempo que estamos aquí y ya nos hemos acostumbrado al saludo local, a veces pasa que conocemos a otro argentino. Y no sabemos qué hacer para saludarlo. Empezamos el acercamiento y nos miramos a los ojos. ¿Nos dará un beso? ¿Le daré un beso? ¿O solo la mano, como se usa acá? ¿Qué haré yo? ¿Será lo mismo que haga él? El tiempo se pone en cámara lenta. Dos hombres se acercan cada vez más, nacieron en Buenos Aires, pero viven en otro lugar. El mundo se detiene a observar el choque.

Y entonces ocurre la catástrofe: nos damos dos besos. Somos hombres y argentinos, y acabamos de besarnos doble. Nos da asco. Nos ponemos colorados. No nos miramos a los ojos nunca más. Nos vamos alejando el uno del otro.

Somos putos.

Hernán Casciari