Backstage de un milagro
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Pausa

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Una playlist de 125 cuentos

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En 2008 se murió mi viejo, Roberto Casciari. Fue mucha gente al velorio, pasaron las horas, y a la noche, después de cuarenta años, mi mamá cerró la puerta de su casa sin que adentro viva nadie. Yo vivía en España y mi hermana en La Plata.

Mientras mi mamá se queda sola en su casa, a diez kilómetros, por la ruta, van en auto mi hermana, su marido y los hijos, de regreso a La Plata después del entierro.

Manuela, mi sobrina del medio (que tendría en esa época diez años), saca de su mochila un celular negro, nuevo, y se pone a mirar los contactos. En el auto nadie le presta atención.

Mientras tanto, Chichita, mi mamá, en su casa, aprovecha su primera soledad para desahogarse sin testigos. Había durado como cincuenta horas sin hacer escándalo, pobre. Pero ahora por fin está sola y se pone a llorar y a gritar como si la hubieran quemado.

Lejos de ahí, cruzando el peaje, mi sobrino mira el celular que tiene su hermana en la mano y le pregunta:

—¿De dónde lo sacaste, es un teléfono de verdad?

Manuela le contesta despacio, para que no la escuchen:

—Es el celular del abuelo Roberto y tiene crédito —le dice—. Manuela se había llevado el teléfono del muerto.

En Mercedes mi mamá sigue sola y le reprocha a su marido en voz alta haberse muerto tan de repente y sin avisar. Se levanta del sillón y le habla: «¿Por qué, Roberto, por qué?», le dice y lo repite. «¿Cómo te vas a ir de golpe, sin avisar? ¿Cómo pago las cuentas ahora?». Y llora y llora.

En el auto, Manuela sigue con el teléfono en la mano. Se llevó ese teléfono porque nadie más lo iba a usar. No fue un robo; dos o tres veces quiso pedírselo a su abuela, pero ella siempre estaba llorando o dejándose abrazar por gente en el velorio. Por eso ahora Manuela piensa en su abuela triste, y siente culpa por haberla dejado sola.

En diez años, en toda su vida, Manuela no había visto nunca a Chichita con los ojos en compota, y entonces abre el teléfono y le escribe. Mi sobrina le escribe a mi mamá, recién viuda, desde el teléfono de su marido muerto.

Mientras tanto, Chichita sigue hablando sola en mi casa: «¿Cuál es la contraseña del cajero, Roberto? ¡Hay que pagarle a la mujer que limpia! Rober… ¿Por qué te moriste? ¡Dame una señal! ¡Dame una señal!».

No es mágico que Manuela escriba su mensaje en este punto de la historia. Bien mirado, es natural. Manuela redacta una frase muy simple, de cuatro palabras en el teléfono, a sesenta kilómetros de la casa de mi mamá. Pone, en el mensaje: «No estés triste, descansá».

Eso escribe mi sobrina y manda el mensaje.

Miremos por un momento cómo viaja el texto hasta un satélite, cómo rebota la frecuencia y se convierte en bytes. Veamos la escena desde todos los ángulos para asegurarnos de que no hay milagro posible, de que todo tiene la lógica del tiempo y del espacio.

Porque, mientras tanto, en la casa, la mujer sigue con sus preguntas. «¿Hiciste la transferencia, Roberto?», dice en voz alta mi mamá. «Vos no sos la clase de tipo que se aparece después de muerto, a vos te da vergüenza todo… ¿Con quién voy a dormir esta noche?», dice mi mamá, y entonces suena, en la casa vacía, el celular.

Ella se queda con la palabra en la boca y camina hasta el milagro falso, mientras se pone los anteojos de leer de cerca. Mira, en la pantalla del teléfono, una frase imposible, en mayúsculas, que dice: «Roberto le ha enviado un mensaje».

Mi madre aprieta un botón y lee las cuatro palabras.

«No estés triste, descansá».

Mi mamá se queda un rato largo mirando la pantalla, con los dedos inmóviles. No parpadea. Después se levanta, sale del comedor, apaga las luces, entra al dormitorio y se acuesta. Por primera vez en cuarenta horas, descansa.

La historia termina así, no tiene más que eso. Yo podría haberla contado sin explicar la parte del auto, y habría salido un cuento más o menos prodigioso, con una viuda que pide una señal y un marido muerto que le responde. Pero no fue así. No fue así. Casi nunca es así.

Conté las cosas como fueron, con el backstage incluido, porque algunas anécdotas son mejores cuando no tienen nada del otro mundo.

Hernán Casciari