Algunos lectores por ahí se acuerdan del Colo Ulmer por un texto de la Orsai N9 al que llamé «Timbre a las tres». Fue compañero nuestro desde la primaria e hicimos toda la secundaria juntos. Es decir, fuimos amigos desde el principio de los tiempos. Cuando terminamos el colegio nos fuimos a la Capital.
Vivíamos en diferentes barrios, pero nos veíamos seguido hasta que, una noche de sus veintitrés años, un vecino de su edificio le disparó sin querer con una escopeta. Sobrevivió, pero ya no pudo caminar. Chiri y yo habíamos cenado en su departamento esa noche y por eso estuvimos presentes en el juicio.
El vecino se llamaba Cárdenas, no me acuerdo el nombre de pila, y no era un mal tipo. Cuando explicó lo que había pasado esa madrugada le temblaban las manos y seguía muerto de miedo:
«Ya habían robado muchas veces en el barrio y en el edificio —declaró Cárdenas—, por eso yo tenía un arma. Esa noche estaba mi hija en casa, la madre me la había dejado. A las tres de la mañana me despertó un cuetazo que no venía de la calle, venía de adentro. Yo me asusté, más que nada por la nena. Enseguida escuché gritos y pasos en la escalera. Pensé que estaban robando en el edificio. Me levanté, agarré la escopeta y fui hasta la puerta. Alguien estaba queriendo entrar, forzaban la puerta. Disparé por miedo, a la altura del picaporte. Solamente quería que nos dejaran en paz.»
Cárdenas vivía en el quinto piso, departamento B. La bala se incrustó en la columna vertebral del Colo, que vivía en el cuarto piso, departamento B. Nuestro amigo se había equivocado de puerta. Al momento de recibir la bala, él intentaba entrar a su propia casa.
El Colo estuvo en coma y tardó catorce días en despertarse. Chiri y yo íbamos a verlo a la tarde; estaba en el Durán. La policía, que anduvo rondando los primeros días, nos tomó declaración por separado, a Chiri y a mí. Nosotros habíamos tomado la decisión de decir la verdad: que había sido una broma y que todo había terminado mal.
El padre del Colo no nos hablaba; el hermano mayor directamente nos quería fajar. Por eso íbamos a visitar a nuestro amigo bien entrada la tarde: para no cruzarnos con la familia. Más que nada, queríamos estar ahí cuando él se despertara para pedirle perdón. Estábamos destrozados.
A las dos semanas el Colo abrió los ojos y empezó a comer sin ayuda. Le costó mucho asumir que ya no iba a caminar, pero no se acordaba lo que había pasado. Nosotros íbamos a verlo, lo animábamos, le llevábamos discos, pero tampoco entrábamos en tema. En realidad no hubiéramos sabido qué decirle.
Una tarde llegamos a la clínica y no nos quiso recibir. Se le habían acomodado los recuerdos, se había acordado de todo. Durante años no nos habló ni quiso saber nada de nosotros.
Nos reconciliamos con él —a medias— en 2008. En esa fecha yo conté una parte de la historia en mi blog, aunque de una manera abstracta. Expliqué, más que nada, en qué consistía aquella broma que solíamos hacer en la juventud.
Pero nunca había contado, hasta hoy, por qué dejamos de hacerla.
La estrategia del banderín era una broma habitual que hacíamos con Chiri, una de muchas que se nos ocurrían cuando estábamos al pedo.
Nos sentíamos orgullosos de ese sketch y lo poníamos en práctica cada vez que podíamos, con diferentes amigos. Siempre le agregábamos una vuelta de tuerca divertida. La noche que fuimos a cenar a lo del Colo habíamos incorporado una variante a la que llamamos «el efecto Trentuno».
Llegamos al departamento del Colo a las diez de la noche. En la mochila traíamos un banderín de Vélez, una caja de petardos y una bolsa de porro. Tocamos el portero eléctrico (él vivía en el 4ºB) y bajó a abrirnos. Subimos los tres en el ascensor.
Contado así parece que íbamos a la casa de los amigos solamente a molestar, pero no es cierto. Íbamos a cenar y a pasarla bien. A ver fútbol o a mirar alguna película alquilada. La estrategia del banderín era un postre, una especie de colofón gracioso que nosotros ejecutábamos al pie de la letra:
—Mirá lo que te trajimos, Colo —dijo Chiri esa noche, antes de entrar, y sacó el banderín de la mochila. Era el inicio, peón cuatro rey.
Al Colo le encantó el regalo. Ese año Vélez estaba a punto de ganar la Libertadores y nuestro amigo era fanático. Agarró el banderín, le dio un beso y encaró para el comedor. Yo lo detuve en la puerta.
—Ponélo acá, para que todo el edificio sepa que sos del Fortín —le dije, y colgué el banderín en el picaporte de entrada, del lado de afuera. Al Colo le pareció muy bien.
Después entramos a su casa, cenamos, vimos fútbol e hicimos lo que hacíamos siempre a esa edad: conversar y fumar porro, leer en voz alta cuentos de Borges, desparramar cenizas en la mesa, tocar la guitarra y cantar.
A las dos de la mañana le hice un gesto a Chiri, con las cejas, y le señalé las llaves del departamento. El manojo estaba sobre la mesada de la cocina. Con esta señal empezaba la segunda parte, a la que llamábamos «El Éxodo». Chiri se levantó de la mesa y dijo:
—Me pegó el bajón, salgo a buscar alfajores —y agarró el manojo de llaves para salir a la calle.
—Buenísmo —dijo el Colo—. Tenés un quiosco abierto sobre Scalabrini.
Me puse de pie y agarré la campera:
—¿Por qué no vamos todos, así estiramos las patas? —propuse, como si se me hubiera ocurrido en el momento.
Al Colo le pareció bien y en menos de un minuto estábamos los tres en el pasillo, a punto de salir. Entonces, como indicaba el guión, me amasé la panza dolorido:
—Uy, me estoy cagando —dije—, mejor me quedo. ¿Está todo bien si van ustedes?
—Todo bien —dijo el Colo.
Ellos salieron a comprar alfajores y yo me quedé en el departamento. La primera parte del plan estaba en marcha. Habíamos dado los tres pasos: teníamos al Colo en la calle; las llaves estaban en el bolsillo de Chiri; y yo me había quedado solo, con tiempo para preparar la escena.
Yo no tenía ganas de cagar, obviamente. Cuando confirmé desde el balcón que mis dos amigos cruzaban la avenida, busqué un encendedor y lo puse entre el vano y el marco, para que la puerta no se me cerrara por el viento. Descolgué el banderín del picaporte, salí al pasillo del edificio y subí las escaleras hasta el quinto piso.
Con sigilo, colgué el banderín en la puerta del 5ºB.
Después, sin hacer ruido, volví al departamento del Colo, cerré la puerta y apagué las luces. Todas las luces. Me quedé sentado en la oscuridad, con la caja de petardos en el bolsillo y el encendedor en la mano.
Eso era todo lo que me tocaba hacer hasta que mis amigos volvieran. El resto del trabajo era de Chiri, y lo estaba ejecutando a la perfección.
Chiri y el Colo compraron una bolsa de Guaymallén de fruta y ya volvían al edificio entre risas y empujones. En la estrategia del banderín este es un momento de enorme importancia.
Chiri se encargó de distraer al Colo en el momento de subir al ascensor, para poder pulsar él mismo el botón. Ahí estaba el truco: Chiri debía apretar el quinto piso, y no el cuarto. Lo hizo sin problemas y el Colo no se dio cuenta de nada. Después se puso de frente, para que nuestro amigo no pudiera estar atento al visor electrónico.
Lo importante en este punto es mantener entretenida a la víctima durante el viaje. En circunstancias normales, cualquier inquilino conoce, por costumbre, el tiempo exacto que tarda el ascensor en llegar a destino. Ahí es donde la marihuana hace su parte: el porro provoca, entre otras virtudes, la distorsión temporal y el anacronismo. Por eso la gente drogada siempre piensa que los ascensores tardan mucho.
El Colo no percibió el paso real del tiempo, y cuando el ascensor se detuvo en el quinto piso, él creyó que estaban llegando al cuarto. Al caminar por el pasillo vio también el banderín colgado en la puerta B, y no tuvo dudas de que se trataba del piso correcto.
Chiri salió del ascensor con las llaves en la mano, dispuesto a abrir la puerta. Entonces se detuvo en seco y dijo:
—¿Vos sabías que estas llaves abren las puertas de todos los departamentos?
—Mentira —dijo el Colo— No puede ser.
—Te lo voy a demostrar en un sencillo acto —dijo Chiri—. Acompañáme al tercero.
Nuestro amigo, un poco por curiosidad y otro poco porque estaba contento, siguió a Chiri sin sospechar. Eran las dos treinta y cinco de la madrugada cuando los dos bajaron las escaleras.
Una vez apostados en el verdadero cuarto piso —ahora el Colo estaba convencido de estar en el tercero—, Chiri se acercó al departamento B e hizo girar la llave en el picaporte. La puerta, obviamente, se abrió.
—¡Boludo! —dijo el Colo, sorprendidísimo—. ¡Abre!
—¿Viste? —respondió Chiri.
Yo, desde la oscuridad del comedor y con el petardo en la mano, los escuchaba con nitidez.
—Cerrá, que acá en el tercero vive gente —dijo el Colo.
Estuve a punto de soltar la carcajada y arruinar la broma, pero me contuve.
—Voy a entrar —dijo Chiri—. Capaz que tienen Fanta en la heladera.
—¡Ni se te ocurra! —se asustó el Colo.
Chiri hizo tres cosas a la velocidad de la luz: entró al departamento en penumbras, le tiró las llaves al Colo y cerró la puerta tras de sí.
El Colo se quedó del lado de afuera. Susurraba, muy bajito: «Chiri, Chiri, salí de ahí que es peligroso». Nosotros, desde adentro, ya no podíamos soportar la risa.
Me levanté del sofá y puse una voz muy gruesa:
—¡Quién anda ahí! —dije.
Chiri prendió una lámpara, para que el Colo viera luz desde la hendija de la puerta. Para nosotros, esa parte del chiste era como hacer radioteatro.
Fingimos un forcejeo y nos revolcamos un rato por el piso. Mientras yo prendía la mecha del petardo, Chiri tiró un plato al suelo, que se rompió con escándalo.
Entonces explotó el petardo —que retumbó como un balazo en el silencio de la noche— y Chiri se tiró contra la puerta, como si hubiera recibido un disparo.
—¡Auch! —gritó Chiri, muerto de risa— ¡Muero, canejo!
El Colo se desesperó. Fue tan grande su confusión que ni siquiera entendió que la palabra «canejo» era graciosa.
Nuestro amigo, angustiado, hizo lo que hacen todas las víctimas en este punto del chiste: huyó escaleras arriba, para guarecerse en el que sospechaba su verdadero hogar.
Escuchamos sus pasos por las escaleras. No podíamos creer que siempre la broma nos saliera perfecta. Asustadísimo, el Colo subió al quinto (creyendo que subía al cuarto) y puso la llave en el picaporte donde todavía colgaba el banderín de Vélez.
Intentó abrir la puerta una vez, dos veces, tres veces. Creyó que no podía acertarle a la cerradura por culpa de los nervios.
Nunca supo que intentaba abrir la puerta de Cárdenas. Ni que Cárdenas estaba del otro lado, muerto de miedo, a punto de gatillar.