Bicentenario desde la otra orilla
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A quince días del Bicentenario, la comunidad de argentinos que vivimos en España sentimos que nuestro festejo parecerá un oxímoron. ¿Vamos a festejar qué? Si en España ni siquiera se le llama comunidad al grupo de personas que comparten raíz: le llaman colectivo. 

Está el Colectivo de Mujeres Golpeadas, el Colectivo de Víctimas del Terrorismo, el Colectivo de Gays y Lesbianas… y nosotros. Pertenecemos al Colectivo de Gente que perdió el colectivo, porque, para mí, colectivo sigue siendo otra cosa. Me molesta perder mis propias palabras. En cualquier momento empezaré a perder el pelo, y no me preocupa en lo más mínimo. Esas pérdidas, las del tiempo, me traen sin cuidado. Pero hay otras, las del espacio, que dan mucha pena en las vísperas del Bicentenario. Hace unos años empecé a perder el acento, y paulatinamente voy perdiendo formas verbales y palabras. Eso, más que cualquier otra cosa, es argentinamente desolador. La primera vez que me pasó fue hace algunos años, hablando por teléfono con un amigo de Mercedes, mi ciudad natal en la provincia de Buenos Aires. En vez de decirle ‘la ruta’ le dije ‘la carretera’. Del otro lado de la línea la carcajada fue ominosa. (Lo peor es pensar que el otro piensa que uno lo hace adrede: yo mismo lo creía así, en los noventa, cuando escuchaba hablar a Fito Páez). Qué imbécil se siente uno cuando pierde sus palabras y utiliza otras que no le pertenecen. Personalmente me siento un ladrón codicioso, un ladrón que roba lo que no le hace falta. Hace un año, en un taxi, en vez de decir Guiyermo (con el yeísmo que me vio nacer) dije nítidamente Guiliermo. Me salió del alma: eso es lo peor. Uno sabe cuándo lo hace adrede y cuándo no. Si estás hablando con un nativo, lo mejor es limar los yeísmos, más que nada para que te entiendan. Pero cuando estás hablando con alguien que sabe quién sos, no hace falta esa diplomacia, esa tilinguería. Y ahí es donde duele descubrirnos en un renuncie. No hace mucho necesité explicar en medio de una conversación que un libro estaba editado con pequeños detalles de calidad. Estaba conversando con argentinos recién llegados, y solamente me salieron dos adjetivos españoles: ‘este libro es una cucada’, o ‘este libro tiene muchas virguerías’. Obviamente no me entendieron, y me desesperé. Busqué con la mirada a un amigo que había llegado a este país casi conmigo y le pregunté: «¿Cómo se dice cucada o virguería en argentino?». Nada. Nuestros adjetivos habían volado. Llegamos a recordar un par (pituco y petitero) pero sabíamos que estaban pasados de moda. Y entonces además de idiotas, nos sentimos viejos, nos sentimos colonizados. Hay algo todavía peor. Mi hija no me dice papá, tampoco papi. Es una de las cosas que más me desesperan en la vida. Mi hija me dice papa. En Cataluña, que es donde vivo, por alguna razón secreta y detestable, a los padres se les llama así, papa, es decir: tubérculo. Mi hija me dice tubérculo, y tengo que cargar con eso de por vida. Y falta cada vez menos para el Bicentenario, y nosotros festejaremos una entelequia, porque es muy feo integrar el Colectivo de argentinos que perdieron el colectivo. ¡Ostia, tío! 

Hernán Casciari