Sebastián se estiró un poco y enganchó el bolso con el pie. Sin moverse de la silla atrajo el bolso a su lado. Nadie lo vio hacer este movimiento; el encargado del bar estaba mirando tele. Después dejó el bolso a sus pies, como si fuera suyo. Comió la milanesa tranquilo y recién al rato levantó el bolso, poniendo cara de «este bolso siempre fue mío». Y lo abrió, poniendo cara de «a este bolso lo abro cuando quiero porque estoy buscando mis cosas».
Cuando vio lo que había adentro del bolso, a Sebastián le costó un montón mantener su cara de esto es mío. Había fajos, y más fajos, de billetes de quinientos y de cien pesos. También había billetes sueltos, desparramados, sin la cinta de papel. Pero los fajos eran tremendos. Eran muchos. Estaban alborotados adentro del bolso.
Sebastián cerró el bolso rápido, lo puso de nuevo a sus pies y decidió seguir comiendo. Decidió no irse rápido, no escaparse. Hasta ahí llegaba su honradez. Decidió quedarse a comer su milanesa y esperar al dueño del bolso un rato. Si el canoso volvía, Sebastián le iba a devolver el bolso sin chistar. Así de simple. No era una opción dejárselo al encargado del bar. No le gustaba su cara.
Mientras comía su milanesa mirando para la puerta, ansioso, Sebastián descubrió que una parte suya quería devolver el bolso y sentirse el héroe de los noticieros, pero otra parte suya quería ser un hijo de puta anónimo.
Cuando Sebastián terminó de comer, el héroe había perdido la batalla contra el hijo de puta. Era verano, un lunes caluroso de verano, tenía treinta y un años, y cuando se levantó no pensó que le iba a pasar algo así. Sebastián pagó la cuenta pensando que se le habían solucionado, como por arte de magia, algunos problemas económicos que a veces no lo dejaban dormir.
Salió del bar y fue hasta el auto caminando más despacio de lo normal. Abrió el baúl, metió el bolso y encaró para su casa sin pasarse ningún semáforo en rojo. Cuando llegó, Sebastián tiró todo lo que había en el bolso arriba de la cama. Además de plata, no había otras cosas. Ni documentos, ni lapiceras, ni caramelos. Solamente plata. Vio de repente tanto efectivo que se mareó. Se tiró bocabajo en la cama y empezó a contar la plata. Casi todo estaba dividido en fajos de 10.000 pesos, menos unos billetes de 500 y de 100 que estaban desparramados y sueltos.
Para darle suspenso, primero contó la plata suelta. Había 25.400 pesos.
Después contó los fajos encintados. Eran treinta y cuatro fajos de diez mil. Sumó todo con la calculadora del teléfono. La suma le dio 365.400 pesos. Entonces Sebastián se largó a llorar, sentado como un indio encima de su cama. No lloraba de alegría. Tampoco de emoción. Lloraba de nervios.
Entonces pensó, asustado: «Mañana voy a devolverlo. El que perdió esta guita seguro vuelve al bar. Capaz que eran sus ahorros de toda la vida». Pero al mismo tiempo se tiró a la cama con los fajos a un costado del cuerpo, y empezó a gastar mentalmente la plata que había encontrado.
Primero canceló lo que le quedaba para pagar del auto. Después recorrió España de punta a punta. Después se compró medio kilo de queso cremoso que está carísimo. Al rato le financió unas mega vacaciones a sus viejos. Y mientras fantaseaba con cada una de estas cosas, rozaba con la yema de los dedos los fajos al costado de la cama, como si tuviera miedo a que desaparecieran.
Se quedó dormido.
Al mediodía del martes 24 de enero Sebastián volvió al bar. Dejó el bolso con plata en el auto y se sentó en la misma mesa. Hizo todo el viaje puteando por la educación que le habían dado sus padres:
«¡Quién carajo me enseñó a ser honesto, la concha de la lora!», se decía al volante, enojadísimo. Sebastián sabía que volvía al bar solamente por culpa. Por sus padres. Pero él no quería hacerlo. No quería devolver esa plata. Esa plata no le iba a solucionar la vida. Se la mejoraba un poco, eso sí.
Cuando llegó su milanesa empezó a sacarle charla al encargado. Le contó que el día anterior había ido a comer y que le había gustado tanto que había vuelto. Mentira. pero el encargado le creyó. Después Sebastián le preguntó cosas al encargado, cosas que fingían ser al azar:
«¿Está bueno trabajar acá?».
El encargado contestó alguna pavada.
«¿Te garchaste a alguna de las mozas?».
El encargado contestó de nuevo.
«¿Qué fue lo más raro que te pasó en el bar?».
Si en esa última pregunta no salía el tema del bolso, Sebastián tenía pensado irse a su casa y quedarse con la plata.
El encargado le contó un par de anécdotas del bar. La tercera que contó era la que Sebastián no quería oír:
«Ayer, sin ir más lejos», le dijo el encargado, «vino un tipo desesperado, diciendo que se había olvidado un bolso con mucha plata. Me dejó un teléfono para que avisara, estaba llorando».
A Sebastián le bajó la presión. Le pidió al encargado el teléfono del hombre. Mientras terminaba la milanesa llamó a ese hombre, le hizo preguntas sobre el color del bolso y sobre el cierre relámpago, y comprobó que era, efectivamente, el canoso del día anterior. El dueño del bolso vivía en Olivos.
Sebastián se encontró con el hombre ese mismo martes 24 de enero en el McDonalds que está en Scalabrini, casi llegando a Santa Fe. El hombre era más canoso de lo que Sebastián recordaba. Se llamaba Álvaro y le agradeció a Sebastián con frialdad. A Sebastián le dio bronca. El hombre no quiso quedarse a charlar ni nada. Le dio la mano sin empatía, sin ninguna emoción. Antes de irse le ofreció quinientos pesos a Sebastián, por su honestidad. Ni siquiera le dio cinco billetes de cien, sino un billete de quinientos. Se lo tiró arriba de la mesa; un billete doblado en cuatro.
Cuando el canoso se iba, Sebastián le dijo, en chiste, que a los noticieros le encantaban las historias de bolsos con mucha plata devueltos. Entonces el canoso volvió a la mesa. Le puso la mano sobre su palma. (La mano del canoso tenía un lunar ovalado). Y le dio quinientos pesos más.
«Te pido por favor que seas discreto», le dijo a Sebastián. «Mi mujer no se puede enterar que tengo esta plata. Son ahorros que hago por afuera del matrimonio, vos me entendés. Por si el día de mañana me caga y me tengo que separar». Y le guiñó un ojo. A Sebastián le dio asco ese hombre.
El canoso se fue y Sebastián se quedó mirando sus dos billetes de quinientos. No tenía pensado en absoluto llamar a ningún noticiero. Había sido un chiste que le había hecho al canoso.
Pero al verlo irse con el bolso, tan dueño de la situación, tan machito, se le ocurrió mandar un mail a una sección de anécdota de un programa de radio muy escuchado.
«Quién sabe», pensó Sebastián. «Capaz que leen al aire mi historia, y que la esposa del canoso (que se llama Álvaro, que vive en Olivos, que almuerza en Palermo, que tiene un lunar ovalado en la mano derecha) capaz que la esposa escucha la radio y reconoce a su marido, y se entera que la mitad de lo que hay en el bolso es de ella».