Después, a las diez en punto, haría una ronda de pastillas por los pabellones A y C. Le daría las pastillas azules a los locos que les toca verdes, y las pastillas celestes de la noche se las daría a los perros. Las rojas me las tomaría todas yo. Y a las diez y media me iría a hacer un cafetito.
De once a trece, me echaría a hacer la siesta en el camastro de algún loco que haya muerto en la semana y hubiera dejado el catre libre.
Por la tarde me encerraría con un doctor a hacer cochinadas en el trastero del ala dos, y saldría una hora después toda despeinada, arreglándome la falda y mirando para todos lados con cara de loca contenta y culpable. Media hora después llamaría por teléfono a mi marido para decirle alguna chorrada, y colgaría el teléfono jurándome que nunca más le pondría los cuernos.
A las seis comenzaría a mirar el reloj cada cuatro minutos, esperando que se hagan las siete, que es la hora en que salgo de aquí y me subo al autobús para volver a casa. A las siete menos veinte les daría a todos los locos las pastillas de las ocho, tratando de no mirarlos a los ojos porque trae mala suerte.
Después me iría moviendo mi culo gordo por todo el patio delantero, para no perder el autobús que ya he visto cruzar por la avenida. Me subiría, jadeando, y me sentaría cerca de alguno que tenga cara de meterle mano a las enfermeras con sobrepeso (siempre hay un roto para un descosido).
Llegaría a casa a las ocho, a tiempo para zarandear a mi hijo y decirle que es un vago, un zaparrastroso, un indecente, un harapiento y un bueno para nada. Le arrojaría un poco de agua caliente en la cara para que espabile, y lo echaría de casa por gorrino y por mamón.
De ocho treinta a nueve me echaría en la cama a llorar por mi vida perra, hasta que oiría a mi marido entrar y me quedaría en la cama haciéndome la muerta. Pero como él, seguramente, llegaría borracho, se me echaría encima con su aliento a cucal y me haría suya con violencia, el muy cerdo. O sin violencia, que a veces tiene días bajos. Después me dormiría sin hacerle la cena a nadie (porque no se lo merecen) y me despertaría a las siete para venir otra vez al hospital y ser, de nuevo, el Xavi.
Sí. Definitivamente me gustaría ser enfermera por un día.