Cantinflas y el secuestro de la mafia china
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Más respeto que soy tu madre

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Estuvimos tres horas buscando al gato por todo el barrio, pero no aparecía. Al principio pensamos que se había escapado por culpa de los petardos de las Fiestas, pero después la Sofi descubrió la camiseta del Caio llena de pelos. Así que al Zacarías no le quedó otra más que torturar un poco al chico para que confesara.

—¡Basta, no me pegués! —dijo por fin el imbécil—. Fui yo, sí… alquilé el gato por unos pesos, pero la semana que viene lo devuelven.

—¿Y para qué carajo lo alquilaste? —le pregunto.

—Resulta que se me acabó el atchís, y el abuelo dice que me vende más, pero estoy sin un peso… —me aclara—. Antes te afanaba guita de la cartera para comprarme porro, pero ya estoy grande y me da vergüenza…

—¿Y no te da vergüenza vender al gato, pelotudo? Si tu hermano se entera te mata. ¿A quién se lo diste?

Nosotros pensábamos que lo peor ya había pasado, pero cuando el Caio habló, supimos que era más grave de lo que parecía.

—Al Circo de los Hermanos Chuan —dijo, inocente—. Me dieron cuarenta y cinco pesos y me dijeran que lo iban a amaestrar. Pero después lo devuelven, vieja.

El Zacarías desde la pieza, don Américo desde el baño y yo (los más veteranos y memoriosos de la familia) gritamos al mismo tiempo:

—¡¡Nooooo, idiotaa!!

Sin decirnos nada, con coordinación automática, yo me fui a vestir, don Américo fue a buscar plata y el Zacarías pidió un taxi. ¿Por qué será que cada vez que al Caio se le ocurre alguna idea, tarde o temprano necesitamos un taxi urgente?

—¡Rápido! —le digo al idiota—. Subite al taxi con nosotros, y rezá para que no sea demasiado tarde. ¡Pobre minino!

El Caio se metió en el coche lloriqueando y preguntando qué nos pasaba. Durante el viaje le fui contando lo que todo el mundo sabe: el Circo de los Hermanos Chuan llegó por primera vez a Mercedes hará unos quince años, desde la lejana China. En esa época era un circo famoso y puntual. Siempre aparecía en verano, montaba la carpa en el descampado de los monoblocks y se iba a las dos semanas. Pero la crisis lo fue desgastando, junto con el país.

En los noventa, los hermanos Chuan (dos chinos acróbatas) ya estaban más viejos. No venían en camiones enormes como antes, sino en casas rodantes desvencijadas. Los leones fortachones de otras épocas ahora estaban desteñidos y con los dientes amarillos. El payaso Cheu Lin, de repente viejo y borracho, ya no hacía reír a nadie con sus piruetas: más bien daba pena. El hombre forzudo tenía menos fuerza que un mono, el mono que le tiraba dardos envenenados a la bailarina tenía parkinson (lo descubrieron cuando mató a la bailarina), etcétera. Pero los chicos mercedinos, tan faltos de diversión, se seguían alegrando con la llegada del circo de los dos chinos.

—Pero hace tres años —le explico al Caio con la voz tembleque—… pasó algo horrible.

—Ío me’n ricordo —dice el Nonno, persignándose en el asiento delantero del taxi.

—Yo también me acuerdo, la puta madre —agrega el taxista, mirándonos por el espejito—. Fue muy triste: yo perdí al Sultán aquella vez.

—¡¿Qué pasó?! —preguntaba el Caio cada vez más asustado.

—Los chinos putos secuestraban a los perros y a los gatos de Mercedes, Caio —informa secamente el Zacarías—. ¡Los mataban! Les daban la carne de perro a las fieras, y la carne de gato se la comían ellos —todos hicimos silencio; Zacarías agregó, sabiamente—: los chinos son gente muy rara…

—Por eso ahora los tienen que comprar a idiotas como vos, porque cada vez que llega el circo, todo Mercedes guarda bajo llave a sus mascotas —digo yo.

El Caio empezó a llorar y a sentir el peso de la culpa:

—¡Hijos de puta! —gritaba—. ¡Me dijeron que me lo iban a amaestrar al Cantinflas, no que se lo iban a comer!

Una vez en el lugar, le agradecimos al taxista y salimos los cuatro corriendo por el descampado. La carpa estaba a medio armar y había ya algunos chicos detrás de la verja mirando lo que sería la función de la noche. Sonaba una musiquita de caja de música destartalada.

El Caio nos señala a un chino viejo, encorvado:

—¡Es ese! —grita—. Ese me compró al Cantinflas…

Era Li Chuan, uno de los hermanos, que se acerca y nos hace una reverencia.

—Buenas taldes, quelido samigos —dice, agachándose como si fuera Gandhi—… El cilco able sus pueltas a la caída del sol. Todavía es templano. Hi hi hi…

—Menos risa y devolvénos el gato, taiwanés culiado —dice el Zacarías agarrando al acróbata chino de la túnica azul.

—¡No pegal, pol favol, no pegal a anciano! —dice el chino—. Aquí no habel ningún gato, señole.

Don Américo, experto en lidiar con gente extranjera, aparta al Zacarías de la mesa de negociación y le dice al chino, mostrándole un fajo de billetes:

—¿Ta sicuro vó, chinitto cara e torta, que non tené un gato bianco en la cuchina?

A Li Chuan se le ilumina la cara cuando ve tanto billete de veinte pesos. Con un silbido finito lo llama a su hermano Joo Chuan, que llega corriendo despacio, como todos los chinitos.

—关于这些白痴是什么  —dice el recién llegado Joo. 

—希望猫 —responde el chino Li Chuan mirándonos de costado como si fuéramos vietnamitas.

—我喜欢坏 —se alegra Joo, y le aconseja a Li—: 去骗这些 伤心的美国.

El chino se mete adentro y regresa con el Cantinflas metido en una bolsa de supermercado. —¡Cantinflas! —grito yo emocionada—. ¡Estás vivo! —Pst, no tocal gato —dice el chino Chuan—. Nosotlos vendel felino pol cien peso. Taca taca. No cheque, no taljeta, no cuota.

—¡Fatto! —dice mi suegro, y le da la plata al chino. Este, a su vez, entrega el gato y cuenta los billetes.

Cuando nos estábamos yendo, el chino vuelve a llamar a mi suegro (no debió haberlo hecho, ahora seguro está arrepentido):

—¡Señol…, anciano! —dice—. Un segundo pol favol. Nos acercamos otra vez. Don Américo pregunta secamente:

—¿Qué queré, chinitto culo sucio?

Y entonces el chino, cavando su propia fosa, señala al Caio:

—¿El enanito está a la venta, señol?

No hubo manera de frenar a mi hijo. El Caio —herido en su orgullo— se abalanzó sobre el acróbata al grito de «¡japonés culo al revés!». Yo no sé cuántas costillas puede tener un chino, pero el nene se las rompió todas.

Mirta G. de Bertotti
(Personaje de una novela de H. Casciari)