Julio había aceptado la propuesta incluso cuando vivir en esa casa le daba un poco de vértigo. Primero, porque el lugar era impecable. Tenía ceniceros de cristal, cuadros firmados por grandes artistas y una biblioteca exquisita, en varios idiomas. Y después, porque estaba el tema de los conejitos: en un lugar tan perfecto, los conejitos eran un problema importante.
El mismo día que Julio se mudó, cuando estaba subiendo por el ascensor, sintió que iba a vomitar un conejito.
Julio se llenó de culpa porque nunca le había dicho a su amiga, ni a nadie, que cada tanto vomitaba conejitos. Lo consideraba un acto privado, de eso no tenía dudas, pero como esa vez pasó en la casa de Andrea decidió comunicárselo por carta.
De esa forma, Julio le contó a Andrea que siempre, desde que él tenía memoria, vomitaba conejitos.
Cuando tenía la sensación de que estaba por venir uno, se metía dos dedos en pinza hasta sentir la pelusa tibia que subía por la garganta, y después se lo sacaba de la boca como un mago que saca animales de un sombrero. Contra todo lo que pueda pensarse, lo de Julio no era ninguna chanchada: el movimiento era rápido y limpio, y terminaba con un conejito blanco agarrado por las orejas.
Normalmente, Julio le daba de comer algunos tréboles y esperaba a que pasara el primer mes. Y entonces lo regalaba y seguía con su vida.
Pero en este departamento la situación era distinta. La casa era tan prolija que Julio se incomodaba ante la idea de tener un conejito ahí adentro. Y además no entendía cómo había llegado a esa situación. Él ya había vomitado hacía dos días y creyó que por un mes no volvería a pasarle. Por eso, la llegada de ese primer conejito en el ascensor fue vista por Julio como un mal augurio.
En un principio pensó en matarlo, dándole de tomar una cucharada de alcohol: así se mata un conejito.
Pero después, como en el departamento estaba Sara, la señora que ayudaba con la limpieza, prefirió esperar hasta el final del día, y ahí ya no pudo porque se había encariñado.
Pero el problema ni siquiera fue ese, sino lo que vino después.
Esa misma noche Julio vomitó otro conejito, esta vez negro. Y dos días más tarde uno blanco. Y a la cuarta noche un conejito gris. Y así hasta llegar a diez conejitos.
Para que Sara no se diera cuenta, de día los encerraba en el placard del dormitorio y recién a la noche los dejaba salir. Cualquiera que los viera quedaría fascinado con esas manchitas livianas yendo de un lado a otro de la casa.
Pero Julio no tenía paz: los conejitos eran un torbellino y Julio no podía salir a tomar algo con amigos porque, al volver a la casa, todo estaba hecho un desastre.
En pocos días, los conejitos masticaron algunos libros y partieron una lámpara de porcelana. Y a medida que se iban haciendo grandes (aunque Julio los dejaba en penitencia contra la pared) empezaron a tener caprichos típicos de un conejito joven y no había forma de pararlos.
Comenzaron a afilarse los dientes con los libros de las estanterías más altas, rompieron las cortinas, rajaron las telas de los sillones, masticaron un retrato al óleo y llenaron de pelos la alfombra, por no hablar de los gritos: ¡Cómo gritaban esos conejitos! Y sobre todo: ¡cómo cogían!
Cuando después de unos días pasaron de ser diez a ser once, Julio —con el último conejito saliendo de su garganta— sintió que iba a enloquecer. La situa ción se había salido de control y pronto llegaría el conejito número doce, el trece… y así hasta el infinito.
El futuro de repente se volvió caótico y oscuro. Por eso, en la carta a su amiga en París, Julio contó todos los detalles de esos días y le dijo, como disculpándose, que a la carta la había terminado de escribir en el balcón. Le dijo a su amiga que había tirado a todos los conejitos al asfalto. Y que tal vez la policía ni se fijara en esos cuerpecitos muertos: seguro que estarían más preocupados por sacar el otro cuerpo antes de que los primeros chicos salieran de sus casas para ir a la escuela.