Contar una anécdota
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Que te recontra reloj

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Desde hace unos meses, con toda la caradurez de no haber terminado los estudios secundarios, empecé a dictar un taller para mejorar anécdotas personales. Para peor de males, online. Así que lo diré yo antes de que lo hagan ustedes: sí, se trata de un fraude cultural.

Pero este tiene un detalle a favor: antes de empezar el taller les confieso a los alumnos que soy un improvisado; les digo abiertamente que no tengo imaginación, ni formación académica, ni capital cultural, ni mucho menos el hábito de la escritura. Y que no busco que nadie aprenda a escribir un buen cuento, ni el guión para una película o de una serie. Busco que el alumno tenga algunas herramientas básicas para atrapar en tres minutos a otra persona con una anécdota. Nada más que eso.

Y utilizo, para reforzar esta idea, una metáfora futbolística que todos los alumnos entienden muy rápido: no buscamos jugar en primera ni ganar la Champions, sino que la pelota vaya a donde nosotros queremos patear. Parece un objetivo pobre, pero es la única manera. Si logramos pegarle a la pelota al lugar elegido, por lo menos nos aseguramos la diversión. Lo siguiente (la excelencia narrativa, digamos) llegará con la práctica, pero en ese punto yo pego media vuelta y me voy. De eso ya no sé nada, porque mis herramientas para narrar son muy básicas. Después que cada cual haga lo que quiera.

En el arte de contar anécdotas, como en cualquier otro deporte, hay herramientas costosas que no tiene todo el mundo, y herramientas baratas que tenemos todos. Dicen que para jugar al tenis hace falta plata (raqueta, vestimenta, pelotitas) y en cambio el fútbol lo puede practicar cualquiera: ponemos dos pulóveres en cualquier baldío y ya tenemos dos arcos; y con tres o cuatro medias viejas podemos hacer una pelota.

Con las anécdotas pasa lo mismo. Hay tres herramientas muy costosas para contar anécdotas: 1. la imaginación (no todo el mundo tiene), 2. la formación o capital cultural (no todo el mundo puede ir a la universidad o tener padres cultos), y 3. la constancia o el hábito (no todo el mundo encuentra).

Los que tienen estas tres herramientas muy desarrolladas hacen estragos en la literatura: por ejemplo Borges tenía las tres. Pero también se puede hacer carrera literaria con dos de tres. Imaginación y constancia sin capital cultural: Roberto Arlt. Capital y constancia sin imaginación: Ernesto Sábato. Imaginación y capital sin constancia: Julio Cortázar.

E incluso se puede llegar bastante lejos con una sola de las tres. Autores con capital cultural pero sin imaginación ni constancia hacen libros de neurociencia. Con mucha imaginación pero nada de constancia ni capital, hacen libros de autoayuda. Mientras que con constancia pero sin imaginación ni capital cultural, hacen libros sobre cómo hacer dinero. 

Del otro lado de estos best sellers seriales estamos los que no tenemos ninguna de las herramientas costosas. Los que vinimos al mundo solo con las herramientas básicas de la comunicación.

Me pongo de ejemplo: en todos mis libros solamente explico cosas que me pasaron o le pasaron a amigos o parientes (estoy incapacitado para la distopía, para la novela histórica, para la ciencia ficción y para fantasear con algo). Además de eso, nunca estudié nada relacionado a cómo contar anécdotas, de hecho no terminé el secundario (mi formación académica es nula) y mis padres jamás trajeron un libro a casa. Y como si esto fuera poco, la perseverancia no es mi fuerte: desde siempre escribo cuando se me antoja, nunca jamás por sacrificio ni por obligación.

Es decir que mis herramientas para narrar son muy poquitas y las tiene todo el mundo: una anécdota, alguien que quiera escucharla y mi propia voz.

¿Quién no tiene una anécdota, una pequeña anécdota para contar? Todos tenemos algo si buscamos bien. ¿Quién no tiene un amigo, un pariente con ganas de escuchar lo que nos pasó? Todos, incluso los más densos, tenemos a alguien. Y finalmente, ¿quién no tiene una voz, una manera personal de contar su anécdota, una personalidad? Todos tenemos; puede que no sea maravillosa, pero sí es bastante única.

Y así empieza mi fraude cultural. Lo primero que hago es ponerme de ejemplo para que no parezca que vengo con raquetas caras, vestimenta de tenis y diciendo a cada rato ‘passing shot‘. Les muestro a los alumnos dos pulóveres y les digo: este es un arco. Y si los pulóveres son oscuros, tenemos un arco dramático. (A este chiste lo uso mucho).

Después les pido que suban una anécdota de unas trescientas palabras. Extrañamente a casi todos los alumnos esto les parece poco. «¿Trescientas palabras? Imposible contar en tan breve espacio», suelen decir. Esos son los que más se sorprenden, luego, con los poderes mágicos de la síntesis.

Otros sospechan que no tienen nada interesante para contar. Entonces les digo que todos tenemos algo que nos ocurrió, o que le pasó a alguien cercano; les pido que busquen por ahí. También les aconsejo que no se vayan muy lejos, porque lo que encuentren puede estar viciado de leyenda urbana: esas anécdotas que son las mismas en cada pueblo, solo que cambian los apellidos.

Les pido que aquello que elijan contar debe tener un nosequé que los movilice. A mí me pasa mucho esto: cada vez que un recuerdo pasa por mi cabeza más de tres veces y siempre me provoca una sensación fuerte, es carne de cuento. Si me río, o si me emociono, es que ahí hay alguna cosa. Cuando descubro la cosa que me hace llorar casi nunca es un cuento: es una escena nada más, es algo que así, enjaulado, no le dice nada a nadie. ¿Entonces por qué me emociona?, me pregunto. La respuesta a esa pregunta sí suele ser el cuento.

Esa sensación tiene que ser expansiva. Hay que atrapar ese sentimiento primero. Y nunca jamás contar una anécdota llena de adjetivos, hay que contar acciones. Cosas que pasan, no cosas que se piensan. 

La anécdota no es lo mismo que el cuento. Es un híbrido de entrecasa, pero por suerte es reconocible en aquellos que nunca intentaron escribir. La palabra ‘anécdota’ es familiar, está al final de las sobremesas, se asocia con un tío, con una amiga. Y no con lo que dice un intelectual (y eso siempre es bueno).

También digo que no escriban una anécdota demasiado lineal. Una vez inventé algo que se llama «La regla de la CH»: que lo que cuentes no sea un chiste (algo que solamente haga gracia), que no sea un chasco (algo que solamente resulte una burla), ni un chisme (algo que solamente le importe a un grupo). La anécdota puede tener algunos de estos elementos, pero está prohibido que los tenga únicamente. Con un poco de suerte y otro poco de paciencia estos consejos pueden ser útiles para empezar a escribir.

Hernán Casciari

HERNÁN
CASCIARI