Después, cuando él llega le hace las clásicas preguntas de todos los días: «¿Cómo estuvo todo?» (Bien), «¿Cómo te sentís?» (Cansado), «¿Qué querés comer?» (Nada).
Esa parte la desconcierta. ¿Nada? Pueden salir a cenar algo liviano, como todos los jueves, o si él está cansado ella puede improvisar una comida y se quedan en casa. Pero el hombre rechaza todas las propuestas y le dice: «Tenemos que hablar».
Mary se pone pálida. Sabe que después de esa frase («Tenemos que hablar») es imposible que siga algo bueno.
Nadie dice «Tenemos que hablar… porque saqué pasajes para irnos de vacaciones». No. «Tenemos que hablar» es la antesala del horror, y su marido lo confirma cuando le dice, con los ojos vidriosos ya por el whisky, que lo que va a decir es difícil, pero que se lo tiene que decir igual.
Decirlo le lleva apenas cinco minutos. Después, el marido le aclara a Mary que no tiene que sentirse tan mal, que siempre le va a pasar dinero para ella y para el bebé por nacer, y que es importante no hacer escándalo, porque eso a él, que es policía, le podría complicar la carrera.
La mujer está inmóvil. Todo es tan descabellado que empieza a pensar que por ahí se lo imaginó. «Voy a preparar la cena», dice ella, y baja como un robot hasta el sótano, donde busca opciones para cocinar, y termina decidiéndose por una pata de cordero congelada.
Cuando sube con la pata, el marido, sin darse vuelta para mirarla, le dice: «Terminála con el teatro de la pareja feliz… No voy a comer acá, Mary». Eso le dice, sin imaginar que a sus espaldas la mujer agarra la pata de cordero como si fuera un bate de béisbol, dispuesta a descargarla en la cabeza del marido con todas sus fuerzas.
Y lo hace. ¡Paffff! El hombre se desploma en el suelo, muerto. Ella lo mira desde arriba y piensa en el futuro. ¿La van a meter presa? ¿Le van a dar pena de muerte? ¿Qué se hace con las embarazadas asesinas?
¡No! Ella no quiere ese futuro: tiene que mentir. Ensaya una sonrisa y un par de frases amables frente al espejo y sale a comprar cosas para la cena, pero sobre todo sale a construir su coartada. Cuando habla con el almacenero, le cuenta al detalle lo que va a cocinarle a su marido. Le dice que su marido llegó agotado por su largo día en la comisaría.
Después llega a su casa y finge ante sí misma (porque no hay más nadie) que acaba de encontrar a su esposo desplomado en el piso. «¡Patrick!», grita. Y llama a la policía, entre llantos histéricos: «¡Patrick está muerto, vengan pronto!».
Para ellos la noticia tiene un peso especial porque Patrick es un compañero de trabajo. Así que llegan más rápido que nunca, acompañados por investigadores, fotógrafos, forenses y gente experta en tomar huellas digitales.
Mary les cuenta su versión y ellos se pasan horas examinando todo. Intentan ser amables, pero lo cierto es que, al no tener a quién echarle la culpa, la mujer es la única sospechosa de esa historia. Ella da los datos del almacenero y hablan con él. Mientras tanto, otros policías examinan al muerto y ven que tiene un tajo en la cabeza. «Le dieron con algo contundente», piensan. Hay que averiguar qué fue.
Se pasan un montón de horas revisando la casa, y el barrio. Buscando bates de béisbol, palos, piedras… Hasta que la viuda, al verlos ya agotados, los invita con un whisky. Los policías dudan, pero aceptan. Al fin y al cabo, son amigos del muerto y esa situación tiene algo de velorio. Hasta que, justo cuando están tomando el whisky, uno de los policías huele que algo se está pasando en el horno.
«¡El cordero!», grita Mary. Rápidamente, saca la bandeja del horno, pone los platos y les ofrece (ya que están ahí) quedarse a cenar a los compañeros de su marido.
Algo incómodos, pero con un hambre lógica después de haber estado horas buscando pistas, se sientan a la mesa y se dejan servir. Al fin y al cabo, nadie habla de suspender el trabajo. Mientras mastican y tragan como bestias, se preguntan una y otra vez dónde estará el arma asesina. Y están seguros de que la van a encontrar, tarde o temprano.