Páginas completas en la prensa ibérica, segmentos en los informativos y resúmenes más o menos completos en las radios. No se trata de un seguimiento de la trama —aquí nadie sabe quiénes son la mayoría de los imitados, ni tampoco les importa—, sino una excusa perfecta para graficar las dos sensaciones más fuertes que los españoles tienen sobre los argentinos: que son un pueblo que navega cómodamente en el caos institucional; y que son un pueblo que suele destacar por exprimir, al máximo, la creatividad de sus propios dislates y desconciertos. Lo que llama la atención aquí, del show político, es la construcción minuciosa del arte popular en una sociedad que ya no cree en nada. La óptica es, más bien, antropológica y de ningún modo crítica.
En España nadie sabe quién es Tinelli, ni de dónde salió, ni qué hizo antes. Y eso les ayuda a tener una opinión objetiva del producto «Gran Cuñado». Al mismo tiempo, los libera a la hora de calificar. En general, a la prensa española este falso reality le parece, antes que cualquier otra cosa, una idea brillante. La fusión del humor político con la telerrealidad; la intención de ubicar el show en superposición temporal con unas elecciones legislativas; la sutileza de que todo sea falso excepto las llamadas que eliminan candidatos; la composición soberbia de las caricaturas; el veneno impiadoso de los guiones. Esto es lo que ven desde fuera. No se habla aquí de ratings, ni de Bailando Kids, ni de las internas del espectáculo en Canal Trece y Telefé. Visión de corresponsal: solamente se ve lo que se puede contar a un extranjero. Y en ese punto, con ese prisma fragmentado y singular, todos se quedan con la boca abierta: en humor político, es lo más arriesgado que se ha hecho en la televisión del mundo. Peligroso también, por supuesto. Y maniqueo. Después de emitir escenas en los informativos, la prensa española se pregunta, con picardía:
«¿Qué pasaría si ocurriera esto aquí?».
Pero es una pregunta retórica: no es posible que se gesten shows similares en una sociedad sin caos. Y ellos lo saben. Están tan lejos del caos como del arte que genera el caos.
En 2002, una publicidad institucional del Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires se emitió en los informativos españoles. Nadie podía creer semejante dosis de ironía y autocrítica. Era una seguidilla de imágenes de presidentes argentinos pasándose la banda albiceleste con pocos días de diferencia: Puerta, Rodríguez Saá, Camaño, Duhalde… Después fondo negro y una frase: «¿Querés más surrealismo? Vení al MALBA».
En aquel spot había demasiadas sorpresas para la mentalidad del primer mundo. Para empezar, un pueblo se reía de su propio descalabro, de su desorden. Luego, lo hacía inmediatamente (no dejaba pasar cien años para recurrir al chiste, punzaba el humor no cuando la herida se cerraba, sino para curar la herida), y por último, la tercera gran sorpresa, la mayor: aquel pueblo, que estaba en ruinas, ¡tenía publicidad en la tele sobre un museo de arte!