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Pausa
Tengo una hija catalana de quince años que me preguntó ayer, por WhatsApp, por qué todos sus contactos argentinos repetían muchas veces el apellido Fernández en las redes sociales.
Yo conocí, en Mercedes, a un grupete muy compacto de cinco amigos jóvenes que habían visto las finales del 86 y del 90 en el mismo lugar: la casa de uno de ellos. Compartieron las cábalas típicas de los sillones, del nerviosismo cortado por el porro, de los abrazos de México y los llantos de Italia.
De a poco se diluye la moda horrible de buscar a cantantes, deportistas y famosos para hacer un poco más atractivos o cercanos a los partidos políticos.
Cuesta más de una sobremesa, e infinidad de gestos y ademanes, explicarle a un ciudadano europeo de mediana edad el significado de las candidaturas testimoniales en la Argentina.
En las últimas semanas la prensa española se hizo eco de las incidencias, detalles y comidillas del último fenómeno de la televisión argentina: «Gran Cuñado».
Lo peor que puede pasar en una mesa, cuando el tema es Borges, es que los que conversan empiecen con la cantinela de su posición política y la mar en coche. Hasta los 25 años yo me tomaba el trabajo de discutir sobre el asunto (un día en Chile, incluso, me cagué a palo con uno). Pero desde que maduré, me levanto de la mesa y me voy sin saludar.