Cuidado con lo que deseas
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Pausa

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Cuentos contra reloj

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La primera vez que el Chelo vio a Romina deseó vivir con ella bajo un mismo techo: desayunar, almorzar, cenar juntos, compartir el vaso del cepillo de dientes… Ser una familia. Lo deseó con mucha fuerza.

Romina había empezado segundo año y el Chelo ya estaba en quinto. Él la vio mientras formaban fila y le empezó a doler la panza. Mientras todo el patio cantaba Alta en el cielo, él no podía dejar de mirarla. Un rayo de sol le pegaba a Romina en la cara y él más se enamoraba. Cuando llegó la estrofa que dice «del sol nacida que me ha dado Dios», el Chelo supo que la canción hablaba de esa chica y no de la bandera, y que nunca más se iban a separar.

En el primer recreo el Chelo entró a la sala de profesores y buscó en las actas el nombre y el apellido de la chica nueva. Anotó también su teléfono. Por lo visto Romina era nueva, había entrado a la escuela ese día. Antes de salir, el Chelo se robó un sobre vacío de la sala de profesores.

En el segundo recreo se quedó el Chelo solo en el salón, tejiendo a crochet, muy concentrado. Y en el último recreo se acercó a la chica, con absoluto desparpajo, y le regaló una pulserita de lana dentro de un sobre que decía: «Romina y el Chelo, de acá hasta el cielo». La chica se puso colorada y le preguntó: «¿Cómo supiste mi nombre?». Y él le respondió: «Siempre supe tu nombre, solamente me faltaba conocer tu rostro». 

Así le dijo: «rostro». Y esto debió ser una alerta para Romina. Pero ella tenía catorce y el chico no le pareció ni meloso, ni estúpido. Solamente un poco tierno le pareció. Y entonces ella le sonrió. Ese fue el error, le sonrió. Y esa sonrisa, para el Chelo, fue un sí. Un sí a una pregunta que nunca había hecho. Pero desde ese momento, en su cabeza, en la de el Chelo, Romina y él ya eran novios.

Al llegar a su casa el Chelo le dijo a su madre, a Nuria, que tenía novia, que se llamaba Romina y si la podía invitar a cenar en la semana, para presentarle a su familia. Nuria lo miró y le dijo: «Tu familia soy yo sola, pelotudo». Porque Nuria era madre soltera y había criado al Chelo sola.

El Chelo le explicó que Romina era hermosa, que usaba una pulsera que él mismo le había tejido, que hablaban casi siempre en el recreo y que ya no podía vivir sin ella. Que quería vivir con ella bajo un mismo techo, tener en el mismo vaso los dos cepillos de dientes. Le dijo: «Mamá, escuchame esto, si mañana entra un ex alumno al recreo con una metralladora y nos quiere matar a todos, yo me voy a interponer entre las bala y Romina, porque prefiero que el mundo disfrute de ella aunque yo no esté».

La madre del Chelo estaba harta de la intensidad del hijo, y le dijo: «Nadie te va a querer, pelotudo, si seguís hablando como un idiota. ¿Dónde pensás que estamos, en Minnesota? ¡Acá no entra gente armada al colegio, estamos en San Martín de los Andes, estúpido! Y te digo una cosa, Chelo: dejá a la gente en paz, eh. ¿Vos te das cuenta de que no tenés amigos? Que nadie te llama por teléfono, que nadie te invita al cumpleaños, que llevás una aguja de crochet a la escuela, Marcelo, ¿por qué? Que hablás de tú… Yo no sé, Marcelo, no sé… si es porque no tuviste figura paterna, hijo. Y si es por eso perdoname, eh, porque la culpa es mía: una noche se me apareció un turista belga, me dejé llevar, después se fue… por lo menos te quedaron los ojos azules… Pero, por favor, hijo, dejá de ser raro, nene, dejá de ser raro porque es un pueblo chico y ya están hablando de vos, tenés 17».

Pero al Chelo esto no le importó, porque con su mamá siempre pasaba lo mismo: primero lo retaba, después lloraba y le pedía perdón… Cuando Nuria se fue a hacer la siesta, el Chelo sacó el papelito con el teléfono de Romina y la llamó a su casa para conversar con ella de amor. Atendió una voz masculina de hombre: 

–Hola, sí. 

–¿Qué tal? ¿Usted es el papá de Romina? 

–Sí, ¿quién habla? 

–Ah, yo soy el Chelo, el novio de su hija, ¿ella estará por ahí?

Silencio. El papá de Romina se llamaba Gaspar. Viudo, militar, celoso, desconfiado… Su única hija, de catorce años, era la razón de su existencia tras la muerte de su esposa. Gaspar cuidaba a su hija de una manera obsesiva, por eso cuando una voz masculina le habló de noviazgo a Gaspar se le paró el corazón.

En el visor del teléfono aparecía el número desde donde lo estaban llamando. Anotó el número Gaspar. Y solamente después dijo: «Mire, mi hija en este momento no está. Pero dígame su nombre y su apellido, así le comento a Romina que usted la llamó». Y el Chelo que era un boludo le dijo su apellido.

La mamá del Chelo todavía dormía la siesta cuando estacionó un auto negro en la puerta. Gaspar bajó, miró la casa olfateando algún peligro, anteojos negros Gaspar, y solamente después tocó el timbre. El Chelo estaba en su pieza con los auriculares puestos: escuchaba canciones de amor de Silvio Rodríguez que le hacían acordar a Romina. «Cómo no te me quitas de las ganas» (timbre) «aunque nadie me vea nunca contigo» (timbre). 

Gaspar tocó por cuarta vez y dejó el dedo pegado. Nuria entonces se despertó de la siesta con un mal presentimiento, la mamá de el Chelo. El timbre seguía sonando. Salió Nuria de su habitación envuelta en una bata, con los pelos revueltos. Abrió la puerta y del otro lado estaba Gaspar con el timbre pegado al dedo.

Nuria sintió un respingo al verlo. No lo conocía de nada pero por alguna razón entendió la crispación de sus manos, su miedo a estar solo, la tristeza de su viudez reciente. 

Gaspar no esperaba que abriera la puerta de esa casa una mujer tan hermosa, mucho menos envuelta en una bata y con la mirada llena de sueño. Él se quitó los anteojos negros para verla mejor y se olvidó por completo por qué había tocado el timbre. Fue un amor fulminante que iba a cambiarlo todo. 

Porque a cuarenta metros de aquel chispazo de amor entre Nuria y Gaspar, en la pieza del fondo, el Chelo seguía fantaseando con Romina, con vivir con ella bajo el mismo techo, con desayunar y almorzar y cenar juntos, compartir el vaso del cepillo de dientes… Con ser una familia. Y todo lo que soñaba, pobre Chelo, se le estaba por cumplir.

Hernán Casciari