—¿Vos pensás que Mauro se puede olvidar, papá?
—Pudo haber tenido un accidente —fantaseo—. Con que se olvide durante diez minutos, le cago el dominio.
—¿Por qué tenés esa mirada de odio, pá? —me dice.
Nina tiene diez años, y todavía no sabe que su apellido es poco habitual. Quizás hubiera sido mejor llamarla Fernández, Pérez, Rossi o Smith, para que no tenga que pasar por esto en el futuro.
Yo me empecé a preocupar a los once o doce años. En la guía telefónica de Mercedes solamente había dos Casciari: mi papá y mi abuelo, que para peor vivía a la vuelta.
Y yo envidiaba a los chicos de apellidos comunes, que encontraban parientes en los créditos finales de las películas.
Cuando viajaba a Buenos Aires me encantaba buscar mi apellido en las guías de la Capital, porque tenían tres tomos y millones de abonados. Pero ahí tampoco había ningún Casciari.
En la infancia sentía lo mismo que un astronauta que mira el paisaje terrestre desde su escotilla: una vanidad solitaria y triste.
Entonces un día llegó internet y se destapó el frasco de todos los Casciari del mundo. Estaban mayormente en Italia y en Estados Unidos. Los había de diversas edades, profesiones, color de pelo y condición.
Me gustó la forma de dibujar de James, que hacía viñetas políticas en un diario de Washington; me pareció ejemplar la fuerza de Carla, que se presentaba a las elecciones municipales de Perugia; y me sentí orgulloso de Raymond, que estudiaba la cura del cáncer en Nueva York.
Pero más que nadie me llamó la atención Mauro, un tano de mi edad. Quizás porque era el único que —en aquel internet prehistórico— subía audios y videos de sus programas de radio.
Me sorprendió su voz, que se parecía a la mía de entonces, y sobre todo su nariz, idéntica a la de mi padre. Una vez, espiando un video de Mauro, él miró a la cámara. Yo puse pausa y me hipnotizó la familiaridad de su gesto congelado.
Habríamos sido muy amigos, estoy seguro, si él no hubiera empezado la batalla territorial. En algún momento de 1999 Mauro sacó una cuenta de Hotmail sin la letra M antes del apellido. Así empezó esta guerra absurda.
El tano dio de alta el correo genérico [email protected]. Es decir, inauguró su vida virtual a los empujones, como si James, Carla, Joseph, yo, mi padre, mis hijos futuros y todos los demás Casciari no existiéramos.
Mascando bronca, tuve que poner la H en mi primer correo oficial: [email protected]. Nunca me gustó mi primera dirección de mail; la usé con vergüenza hasta 2004, como si fuera un jjperez241@ o un hgonzalez_79@. Mientras tanto el tano se pavoneaba por ahí con su casciari@ a secas.
El 31 de diciembre de 2000, mientras veía los fuegos artificiales del cambio de siglo, me juré estar más atento; y me vine a vivir a Europa para vigilar a mi enemigo de cerca.
Cuando escuché por primera vez que Google había liberado su correo electrónico yo estaba en la clínica, porque mi mujer hacía trabajo de parto. Escuché la noticia por radio, en la sala de esperas. Era el 15 de abril de 2004. Ese día, casi al mismo tiempo, nacían mi hija Nina y el servicio de Gmail.
Mientras mi esposa pedía por mí, dilatada y a los gritos, yo estaba en la biblioteca de enfrente dándome de alta en el flamante correo de Google, con miedo a que Mauro me ganara de mano.
Pero no. Esta vez yo fui más rápido que él y conseguí vengarme: la cuenta [email protected] fue mía; y será mía por siempre.
Cuando volví a la clínica y vi a Nina aparecer en este mundo, Cristina creyó que mis lágrimas de felicidad eran por causa de la paternidad flamante. Lo primero que le dije a mi hija, cuando la tuve en brazos, fue una disculpa susurrada al oído:
—Cuando tengas Gmail, corazón, vas a tener que usar la N antes del apellido, porque el genérico es de papá.
Disfruté mucho las noticias tecnológicas de aquel año, porque en todas partes se decía que los usuarios de Hotmail se estaban pasando en masa a Gmail. Y yo esperaba que Mauro, de un momento a otro, corrigiera en su blog la dirección de contacto.
Quería verlo morder el polvo. Quería saber si su nueva cuenta de Gmail sería m_casciari@, o mauro_casciari@ o incluso un humillante [email protected]. Pero a finales de 2005 pasó algo tremendo. Mauro cambió su correo electrónico por otro, pero no fue por uno de Gmail.
Publicó una dirección de contacto llamada [email protected].
A secas.
El tano me había ganado de mano la URL. La había comprado el veintisiete de octubre de 2005, en secreto, y sería suya mientras pagara su renovación trienal. ¡Yo nunca había pensado en eso! Casciari.com, la dirección web más preciada y genérica, siempre sería una página ajena.
Lloré en silencio, abrazado a mi hija de un año y medio, y ella se puso a llorar conmigo.
—¿Tendrá hambre? —preguntó la madre al oírla berrear.
—No, Cris… Llora porque nos robaron el apellido.
De 2006 a la fecha empezamos, Mauro y yo, una guerra silenciosa. Yo compraba todos los suplementos tecnológicos de los diarios, solamente para cotejar las tendencias. Imagino que él hacía lo mismo, desde su escondite mugriento de Perugia.
Llegamos a no dormir por las noches, porque en los primeros años de este siglo cualquier nerd podía crear una red social en fase beta. Él me ganó de mano en MySpace, y yo lo primerié en Orkut; pero las dos redes sociales hicieron agua pronto.
Al mismo tiempo, nuestras carreras laborales crecían. Él pasó de ser locutor de radio regional a conductor de la televisión nacional. Yo pasé de bloguero a escritor de libros. Él se hizo conocido como movilero del CQC Italia, yo eché buena con una obra de teatro muy taquillera.
No triunfábamos en nuestros oficios por gusto, ni por talento, ni por vehemencia, sino para posicionar mejor nuestro apellido en los buscadores. Yo aparecí primero que él en la Wikipedia, pero él salía mucho mejor favorecido en las fotos de Google Images.
Nos dábamos de alta en todas las boludeces que aparecían, siempre con nuestro apellido genérico como punta de lanza. Como los perros que mean los jardines ajenos de la cuadra.
Él me cagó LinkedIn, porque justo esa noche yo estaba jugando al póker con unos amigos. Desde ese día dejé de jugar al póker y de salir de casa en general. Dejé de distraerme con amistades; me mantuve encerrado y atento.
Para nosotros, abrir cuentas casciari a secas era como comprar acciones: si alguna de todas esas redes sociales se hacía popular, el madrugador ganaba un nuevo combate.
Gracias a mi perseverancia, lo pude vencer en las dos batallas más importantes de la década: me le adelanté en Facebook (mayo 2006), y disparé primero en Twitter (octubre 2008). Todavía le debe estar doliendo… ¡Ah, mascalzone!
También es verdad que él plantó su bandera en el canal Youtube, y me dolió un montón. Pero yo le rapiñé Instagram. Solamente subí tres fotos mientras cagaba, para que Mauro sepa lo poco que me importa sembrar los territorios que le ocupo.
Y así seguimos hasta hoy: vigilando al enemigo común, cerrando filas, hojeando las novedades tecnológicas, durmiendo poco y con un ojo abierto.
Hoy es veintisiete de octubre, el día de su pago trienal de la punto com, y puede quedarse dormido. Tengo toda la noche por delante. Esta es la primera vez que no estoy solo en el insomnio. Mientras hago guardia, mi hija me ceba unos mates y me da charla para que no me quede dormido.
Los años anteriores ella era chiquita, pero ahora ya entiende cuál es mi misión y me hace el aguante. También me consuela:
—No te preocupes si esta noche Mauro paga, papá. En 2017 lo intentamos de nuevo.
—Bueno.
—Y si no podés hacer guardia porque estás viejo o lo que sea, yo siempre voy a estar atenta —me dice.
—Gracias, mi amor —le contesto, y la miro con ternura.
Pero al mirarla me viene a la cabeza el primer apellido de Nina; se llama Casciari.
Y nació nativa digital, y es hija única, y posesiva, y ya tiene destreza para navegar las redes.
Entonces de golpe, por primera vez, en lugar de los ojos dulces de una hija descubro, acechante, la mirada torva de un enemigo nuevo.