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Pausa
Hasta que me anoté en un gimnasio yo caminaba una hora todas las mañanas por el parque Saavedra, veloz y con bronca, porque es horrible caminar rápido sin que se te escape el micro o sin que te persiga un perro. Caminar sin un porqué es vergonzoso, pero desde el infarto tengo que hacer un montón de cosas sin sentido, sin sal o sin gracia.
El mes pasado me invitaron a presentar un libro en Buenos Aires. Y como era un libro sobre fútbol, al final de la charla el director de la editorial nos invitó a jugar un partido de metegol (ese invento español al que sus creadores llaman, erróneamente, futbolín). Hacía años que no jugaba al metegol, pero por suerte me tocó de compañero un filósofo muy prestigioso y pudimos ganar. Nuestros contrincantes eran el autor del libro y el director de la editorial. De los tres, a este último lo conocía desde la juventud.
Escribo esto la tarde del veintisiete de octubre de 2014, mientras espero que Mauro se olvide de pagar la cuota trienal del dominio Casciari.com. No creo que ocurra, porque es un tano muy despierto y metódico, pero por las dudas tengo la tarjeta de crédito a mano. Ya hice guardia vana en 2008, en 2011 y me toca de nuevo hoy. Pero esta vez no estoy solo en la trinchera: me acompaña mi hija.
Hace un rato entro al baño y estaba mi hijo el del medio.
—¿Vos estás drogado, Caio? —le digo, poniendo cara de asco—. ¿Qué hacés sacándole fotos a la mierda?