Una respuesta para don Marcos
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Pausa

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Prólogo de «Los consejos de mi abuelo facho». | Hay una versión más corta:
Los consejos de mi abuelo facho

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Dos veces, y no una, mi abuelo materno me ayudó a ser un escritor. Y las dos veces su intención fue convertirme en un títere. Ahora que el hombre ha muerto soy capaz de escribir sobre el asunto con menos tacto, y puedo recordar —creo que sin rencor— el año surrealista que viví en su casa de San Isidro, esas noches en las que él me encerraba en la cocina con candado para que no saliera al patio a fumar; o las otras noches, todavía peores, en que revisaba mis cuentos y me tachaba con lápiz rojo las ideas inmorales.

Pero antes debo saltar en el tiempo a 1982, porque entonces ocurrió algo importante. Yo estaba a punto de cumplir doce años y mi tía Ingrid me regaló dos canastos llenos de libros de su adolescencia; más de cincuenta libros. Mi abuelo Marcos, sin que se lo pidiese nadie, desparramó los libros y empezó a hacer dos montones. En uno puso los que yo podía leer, y en el otro los que no.

En el montón de los permitidos estaban esos libros seriales que se publicaban en los años sesenta, del tipo Jules y Gilles en busca del diamante, o Jules y Gilles y el piano de cola, etcétera. Volúmenes que solo eran malas lecturas iniciales. Mientras que en la pila de los prohibidos había buena literatura, novelas que el hombre suponía demasiado complejas para mi edad, o que sospechaba, por la intuición del título, que podían contener tetas, culos y fornicación.

Cuando volví a Mercedes con los dos canastos de libros, naturalmente empecé a leer los prohibidos: eran novelas de Conan Doyle, de Oscar Wilde, de Mark Twain, de Chesterton. Libros impresos en hojas de biblia, obras completas. Claro que él no me había prohibido Wilde por El Príncipe Feliz, sino por Dorian Gray, que estaba en el mismo tomo. No me negaba Huckleberry Finn, quiero decir, sino El diario de Adán y Eva.

Tuve un abuelo que me prohibió —justo en el inicio de mi rebeldía— la buena literatura. No la tele, o las drogas, o el alcohol. No ser fanático de Independiente. Tuve esa enorme suerte. No lo entendía entonces, claro, pero ahora sé que en la infancia la pasión desbordada solamente cabe por las puertas del «no».

Esa fue la primera vez que mi abuelo Marcos me ayudó, por contraposición y sin querer, a ser un escritor. La segunda iba a ocurrir quince años más tarde y sería bastante más dolorosa.

Ahora tenemos que ubicarnos en 1997. Yo tengo veintiséis años, soy un excocainómano flamante y tengo acidez de estómago. Mucha acidez, es espantoso. Ya me gasté los últimos dólares de un premio literario y no tengo dónde caerme muerto. No puedo vivir en Mercedes ni un minuto más, porque en cada esquina hay una cara conocida que me quiere convidar de su bolsa.

Chichita, que está al tanto de todo, quiere ayudar a que vuelva a la Capital, un sitio neutro en el que puedo conseguir trabajo y rehacer mi vida. Como no hay plata para alquilar departamentos, se juega una carta imposible: le pide a su padre, a don Marcos, que me acepte como huésped temporal en su casa de San Isidro.

La primera respuesta del viejo es veloz y tiene lógica: el abuelo dice que no, que la idea es una locura insensata, que solo verme de cerca, ver en qué me he convertido, podría matarlo de tristeza. Don Marcos no quiere saber nada de mí.

Antes de que alguien intente juzgar esta negativa, debo decir que mi abuelo materno tenía entonces quince nietos y que yo era el mayor. Es decir que fui el primero, el de las mil fotos, el de los grandes regalos, y el hombre había puesto en mí todas sus esperanzas. También debo decir —para completar el cuadro— que hacía más de diez años que yo no lo visitaba, ni lo llamaba por teléfono para preguntarle si estaba vivo o si estaba muerto.

Don Marcos sabía de mi existencia de oídas y por rumores, que es la peor manera de saber sobre la vida de nadie. Conocía la síntesis de mi juventud, pero no su lento y agotador desarrollo. En esa síntesis biográfica campeaban a sus anchas cinco frases recurrentes: ahora está gordo, ahora escribe, ahora se droga, ahora está flaco, ahora no sabemos dónde está (y repite estribillo).

Solo me había visto con sus ojos una vez, en toda una larga década, y no había sido un paisaje alentador. Se casaba mi hermana y él había ido a la ceremonia a regañadientes. Yo estaba en una mesa alejada del salón de fiestas. Cuando mi abuelo miró para mi sector, el Chiri me estaba tirando aceitunas desde lejos y yo las cazaba al vuelo con la boca. No. Ése no era el futuro que don Marcos había soñado para mí.

Por suerte mi madre insistió en el pedido urgente de asilo (insistió varias veces, creo que hasta lloró y suplicó) y una tarde él llamó por teléfono y pidió hablar conmigo.

—Hernán —dijo—, vas a venir a esta casa, pero bajo mi responsabilidad y acatando cada una de mis reglas. No quiero enfermarme, por tu culpa, ya más de lo que estoy.

A la tarde siguiente metí en un bolso dos mudas de ropa, un paquete con cincuenta sobres de Uvasal y la carpeta con todos mis cuentos viejos. Con aquello bártulos y la cabeza astillada, me fui en un tren a San Isidro. Para mí comenzaban doce meses alucinantes tras los que acabaría convertido —ya sin retorno— en un escritor. Para don Marcos empezaba el último año de su vida.

*

Al llegar me puso unas reglas muy crueles. Debía escribir seis horas al día, debía fumar solo en el patio y debía darle dos vueltas al perímetro del Hipódromo todas las mañanas, aunque el sol partiese la tierra o cayera el diluvio universal.

—Pero yo vine a la Capital a buscar algún trabajo, de lo que sea —le decía espantado.

—Tu trabajo es escribir, adelgazar y dejar el vicio —respondía él—. Pero sobre todo escribir. Si hacés las cosas bien, plata no te va a faltar. Yo me encargo de eso.

Don Marcos tuvo siempre un sistema de pensamiento devastador y caprichoso contra el que era imposible debatir. Los demás siempre estaban equivocados y él había llegado al mundo para encontrar los errores.

Desde el día en que viví con él hubo mil discusiones absurdas en las que yo acababa agotado y me retiraba con dolor de cabeza. Pero también me olvidaba de él muy pronto.

En cambio, cuando el adversario era alguno de sus hijos, o su esposa, o alguien que compartía con él lazos inseparables, cada palabra de don Marcos provocaba una herida que no sanaba más. El dolor nacía y quedaba en el cuerpo toda la vida. Lo sabía por mi madre.

En aquel tiempo escribir era para mí una fiesta a la que podía entrar cuando se me daba la gana, y salir si la cosa se ponía muy densa. Escribir no era un trabajo, sino la mejor excusa para ser un vago. Me sospechaba con algún talento natural, y entonces me aprovechaba de la suerte. Nunca nadie, ni en mi familia ni entre mis amigos, me había enfrentado a la raíz de mi vocación.

Don Marcos fue el primero. Me puso una máquina de escribir en el galpón de las herramientas y me dejó dormir en la cocina de su casa. Durante el día, él contaba cuántas veces dejaba de escribir para fumar. Por la noche, cerraba con candado la cocina para que no pudiera salir al patio ni escapar de la casa. Mi humillación era absoluta, gigantesca y mortal, pero no podía rebelarme porque más allá de ese techo y de esas reglas no tenía nada.

Para peor, él siempre estaba en casa. Desde muy joven había cortado la relación con sus hermanos. Su esposa le temía. Algunos de sus hijos le habían entregado la vida a cambio de nada. Los otros se alejaban o deseaban olvidarlo. No tenía amigos reales. Él veía que a su alrededor las personas tenían una vida y a veces eran felices al equivocarse y empezar de nuevo, pero pensaba que en todas partes, menos en sus zapatos, había un fallo monumental.

Mi primera defensa al encierro fue la de siempre: me sentaba en un sillón enorme a ver pasar las horas, con la hoja intacta en la máquina de escribir. No me salía una sola idea, pero me daba lo mismo. A las seis horas bajaba a tomar mate con gesto de escritor preocupado y con una enorme carpeta llena de cuentos viejos debajo del sobaco.

Esto había funcionado siempre, al principio con mis padres, y después con mis amigos. «Silencio, que el Gordo está escribiendo». La excusa de la literatura, de su enorme sacrificio, me había salvado del esfuerzo real cientos de veces. Pero el mundo de don Marcos era otro mundo.

Nunca descubrió que yo no escribía, pero descubrió algo peor: supo que yo era un escritor pésimo. Cada noche, mientras yo dormía, revisaba la carpeta negra de los cuentos viejos y me los destrozaba. Usaba un lápiz rojo, grueso, de carpintero, y además de tachar párrafos completos hacía anotaciones en los márgenes. No eran críticas constructivas sino palabras sueltas en letra imprenta: «Innecesario». «Inmoral». «Asqueroso». Algunas veces, muy pocas, una palabra de aliento: «Bien», o «Esta frase no está mal».

Una palmada cada quinientos coscorrones.

No eran épocas informáticas, se entiende, y por tanto cada original borroneado con saña era un cuento perdido que había que redactar otra vez desde cero. Y eso cuando solamente se le ocurría tachar, porque a veces era peor. Una vez leyó «El Futuro del Chape», un cuento corto en el que un violador cuenta, en primera persona, los detalles más morbosos de su oficio, y me rompió las dos páginas en mil pedazos. Al día siguiente lo tuve que reescribir entero, de memoria, hundido en una impotencia que ya me resultaba insoportable.

Pero no era eso lo que más me molestaba, sino que por primera vez alguien discutía mi oficio con ferocidad. Y lo más alucinante es que, en lugar de rebelarme, yo empezaba a despertar de mi dejadez, a escribir de nuevo con fuerza, pero ya no para alardear sino para defenderme.

Don Marcos era fanático de la familia occidental y cristiana, aunque no había hecho otra cosa en la vida más que desunir a la suya y olvidarse de Dios. Pero lo más peligroso era que lo había hecho sin mala intención, es decir: convencido de practicar el bien. Lo mismo hacía con mis cuentos.

—La literatura tiene que ser moral —me decía después de leer algún otro cuento mío lleno de groserías o escenas morbosas—, tiene que reflejar lo bueno que hay en los hombres, y lo que vos hacés es una porquería.

Don Marcos jamás veía árboles, sino madera. Él podría haber sido carpintero, pero nunca guardabosques. No habría soportado ver crecer un tronco, ni observar la composición arbitraria de sus ramas, ni dejar brotar las hojas, ni más tarde verlas caer. Mi abuelo habría podado el tronco antes de tiempo, habría tallado su imagen con un cincel desesperado y le habría puesto su nombre a la obra: «Don Marcos Carabajal».

Eso intentaba hacer también conmigo, ahora que yo dependía de su comida y de su techo.

Seis meses después, yo escribía desde que salía el sol y solamente dejaba mi habitación de las herramientas para bajar y discutir con él a los gritos. A veces las charlas duraban hasta muy entrada la noche. El hombre era cerrado como un laberinto y, supe por sus propias charlas, que sus padres lo habían golpeado mucho en la infancia. Ambos padres, e incluso la madre con mayor saña. 

En una de las tremendas discusiones que tuvimos, él me aseguraba que ningún hombre adulto era capaz de tener recuerdos anteriores a los seis años. Yo quería explicarle que eso les pasaba todos los chicos maltratados, que bloqueaban su infancia completa, pero él no estaba de acuerdo. Nunca estaba de acuerdo con razonamientos psicológicos. Y a mí esas confrontaciones, no sé por qué, me sacaban de quicio y me impulsaban a escribir. 

Los dos días siguientes redacté como un loco (para refutarlo) todos mis recuerdos de la primera infancia, desde los dos años hasta los seis. Narré sin darle importancia al estilo, como casi nunca lo hacía, y finalmente redacté dos capítulos de veinte páginas cada uno, en unos papeles de color rosado, a simple espacio y sin poner puntos y aparte.

Fue liberador para mí escribir de ese modo, un poco desaforado; lo fui entendiendo conforme tecleaba. Al primer capítulo lo llamé «El contorno» y al segundo «El entorno». Después de dos noches de escritura dejé esos papeles donde siempre guardaba mis cosas, un poco a la vista, para que él leyera. A propósito, en esas páginas confesaba cosas horribles que todos pensaban sobre mi abuelo (al que en el texto llamaba «el abuelo gritón») y nadie se animaba a decirle. Pero, al revés que lo que hacía con todos mis cuentos, a ese texto no lo subrayó nunca, ni le puso anotaciones al margen.

El fin de semana siguiente le llevé a mi hermana Florencia, a modo de divertimento, esos papeles rosados escritos a máquina, más que nada para confirmar que ella también recordaba algunas de esas escenas infantiles que habíamos compartido, y ella me pidió quedarse con los papeles rosados unos días, para leerlos. Volví a San Isidro en tren, desde La Plata, y llegué a la casa de mi abuelo casi de noche.

Él me esperaba en el patio. Estaba muy preocupado porque no se lo notara ansioso.

—¿Vos mandaste un cuento a Francia? —me preguntó, con el teléfono inalámbrico todavía en la mano.

Dije que sí con el corazón en la boca, porque sabía muy bien lo que estaba pasando.

—¿Cuál cuento? —quiso saber, con la cara de culo más grande del mundo.

—El de la hermana que le hace la paja al hermano —dije—. El que rompiste la semana pasada.

—Llamaron —dijo, señalando el teléfono—. Que ganaste no sé qué, no se entendía bien. Ahí te dejé el número arriba del aparador, capaz es un chiste de algún amigo tuyo…

Y se fue a dormir la siesta, enojadísimo.

Pero no era un chiste: era verdad. Dos meses después, con la plata del premio en Francia me pagué el depósito para mi casita de Belgrano y me fui a vivir solo. Me olvidé por completo de los papeles rosados donde había escrito todos mis recuerdos de la infancia. En la casa nueva me compré una mesa, un colchón y un teléfono celular de dos kilos, el primero que tuve, de la marca Movicom. A ese teléfono llamó Chichita para avisarme que mi abuelo había muerto.

Mi último acto de rebeldía fue no ir al entierro de ese hombre que, en la infancia, me enseñó a tener curiosidad por lo prohibido, y cuando dejé la adolescencia, me mostró que la vocación no es una fiesta nocturna sino un esfuerzo difícil de asimilar.

Ahora que soy cardíaco y que me levanto temprano, ahora que ya no fumo, y que todas las mañanas camino alrededor de una plaza que parece un hipódromo, y que respiro el aire, y que no tengo vicios, a veces pienso en él.

Pensé en él en estos meses. Durante la pandemia mi hermana hizo limpieza del sótano de su casa y encontró, debajo de un montón de cajas, los papeles rosados que dejé en su casa veinticinco años antes. Los tengo acá a mi lado mientras escribo. Tienen manchas de café y las hojas se están descascarando en las puntas. Volví a leer cada uno de los recuerdos de mi infancia y a la mayoría los había olvidado.

Entonces, ¿él tenía razón? ¿El tiempo nos hace olvidar la infancia? ¿Habrá tenido razón en alguna otra cosa ese hombre monstruoso? 

Supongo que no.

Absolutamente todos los consejos literarios que me dio, durante el año que viví en su casa, fueron errados. Mi abuelo no sabía un carajo de literatura.

Pero aprendí algo, ahora que lo pienso. Aprendí que cuando un enemigo te dice «esta frase no está mal» es mil veces mejor que cuando un amigo te dice «genial, como siempre».

Hernán Casciari

HERNÁN
CASCIARI